Me perdí hace mucho en el culebrón de Ezker Batua. Creo, de hecho, que ni siquiera en el mismo instante de su nacimiento tuve muy claro qué era o qué pretendía ser aquel cóctel que aglutinaba a talibanes del centralismo democrático, honradísimos idealistas que me dieron clase en el instituto y la universidad, auténticos socialistas huidos del felipismo del pelotazo, cristianos refractarios al dogma, peculiares seguidores de Carlos Hugo de Borbón Parma y, en la base, gente que creía sinceramente que el mundo era mejorable.
Contra toda lógica, y aunque sólo fuera para ocupar un trocito del campo político junto al banderín de córner, el conglomerado consiguió echar alguna que otra raíz. Jamás estuvo ni medio a tiro el sorpasso con el que fantaseaba el siempre bien valorado y mal votado Julio Anguita, pero elección tras elección, la cabeza se fue librando de la guadaña del 5 por ciento. Menos daba una piedra. Además, para compensar la impiedad de la ley D’Hont, los escaños rascados acababan valiendo su peso en oro.
Un buen día -o uno pésimo, según qué versión escuchemos- la posesión de una de esas llaves diminutas que abrían y cerraban mayorías llevó a EB al Gobierno con dos fuerzas -se decía entonces- que no eran de su barrio ideológico. El experimento fue, seguramente, manifiestamente mejorable, pero funcionó muy por encima de las expectativas durante un par de legislaturas. Quien tenga quejas, puede comparar con la nada bipartita que sestea hoy en Lakua.
Pero aquello -1 de marzo de 2009- se acabó y, como en el adagio inglés, cuando la pobreza entró por la puerta, el amor saltó por la ventana. La bomba de relojería estalló. La rica diversidad mutó en fuego cruzado entre egos heridos con mil cuentas pendientes. La ideología pasó a segundo plano y la autocrítica, antiguo santo y seña de la izquierda, a cuarto. Ya sólo queda, o eso parece, agarrarse a lo que sea camino del epitafio.