IU hacia el despeñadero

Unas cuantas de las personas más decentes que conozco militan en Izquierda Unida. Buena gente con muy pocos matices, se distinguen, entre otras virtudes escasamente frecuentes, por su compromiso sincero, una amplia tolerancia hacia la crítica sumada a una disposición casi masoquista a la autocrítica, y un notable realismo que compatibilizan con toda naturalidad con el utopismo que les viene de fábrica. Lo malo para ellos y ellas —y creo que para la buena política en general— es que comparten carné con una jarca de tipejos que representan lo más rastrero de la condición humana. Oportunistas, intrigantes, ególatras superlativos, trapicheros, vividores y mangantes irredentos han anidado en la coalición —copando buena parte de los puestos de mando— desde el mismo instante de su fundación.

Siempre será un misterio para mi cómo durante casi treinta años han podido coexistir bajo las mismas siglas estas dos formas diametralmente opuestas de entender no ya la pertenencia a una organización sino la vida. Tremendo, además, que en prácticamente todas las colisiones que ha habido, que han sido un huevo y medio, hayan palmado sistemáticamente los honrados, mientras los canallas se veían reforzados en su tenebroso poder.

¿Hasta cuándo? La escisión más reciente, la encabezada por Tania Sánchez en Madrid, podría marcar el auténtico principio del fin. A eso huele. No deja de ser ironía que IU se hunda en el guano justamente cuando se dan las circunstancias objetivas más propicias para pintar algo. También lo es que la fuerza que sí ha sabido aprovechar el tirón, Podemos, haya salido en buena medida de su seno.

EB, pelea por un muerto

Hay poemas dadaístas mil veces más comprensibles que las crónicas periodísticas que van dando cuenta de la gangrena terminal de eso que se llamó Ezker Batua-Berdeak y ahora no existe forma de nombrar sin meter la pata. Sus protagonistas, embebidos hasta la alienación en la trifulca por el cobro de una herencia que en el mercado político vale menos que las siglas de la ORT, no se enteran de que el resto de los mortales, incluidos los que se sintieron quinto espacio, contempla el penoso espectáculo como una pelea en el barro pillada al azar en un zapping. A los tres segundos aburre. A los cuatro, provoca un bochorno infinito. Y a los cinco, el dedo busca en el mando una teletienda salvadora. Cualquier aspiradora mágica, cualquier ingenio que pique, corte, machaque y bata tiene más dignidad que esta reyerta macarril de nunchakus y puños americanos que nos están ofreciendo en abierto los que hasta ayer nos explicaban cómo había de ser el mundo perfecto.

Tenían recetas para todo —y no necesariamente descabelladas— pero les ha fallado el pequeño detalle de ser capaces de convivir en su propia casa. Confundieron la sana dialéctica, ese eterno ponerse siempre en cuestión, con la sospecha sistemática de que quien se sentaba a su mesa se llevaba una porción de tarta o de ego mayor. Y así no es que no se haga la revolución pendiente; es que se acaba a hostias de cien veces, cien, y desde el otro lado de la barricada, el presunto enemigo de clase se descogorcia de la risa.

En el pecado va la penitencia. Aquella fibrosa formación que mereció las simpatías de Saramago, Atxaga, Vázquez Montalbán o miles de votantes que no tragaban con la dieta obligatoria de carne o pescado agoniza en medio de la indiferencia general. Da lo mismo quién gane —¡en los juzgados, qué triste!— la pendencia de familia. El premio será un cadáver en avanzado estado de descomposición. Quedará enterrarlo, nada más.

Cacería en Ezker Batua

Siempre se ha dicho que en la política hay rivales, adversarios, enemigos y, en la cúspide de la mala sangre y los peores modos, compañeros de partido. Parece que este adagio un tanto exagerado o, como poco, matizable, se le ha hecho dolorosa realidad a Mikel Arana, aún coordinador general de ese imposible metafísico llamado Ezker Batua. Trescientos de los que comparten con él carné y se supone que alguna que otra idea le piden que se haga el harakiri y abandone la jaula de grillos. Eso dicen los titulares en los que, más que la exigencia de dimisión, llama la atención el número de los suscriptores de la demanda. Luego, claro, uno se acuerda de las historias para no dormir sobre los métodos de afiliación que le han contado y cuadra la cifra de los que se han apuntado al linchamiento. Hasta se queda corta.

Nada menos que diecisiete reproches le han inventariado a Arana sus no partidarios. Sin duda, el mejor de todos es la acusación de haber roto la caja única. Hace falta una elevada dosis de desahogo y otra nula de sentido del pudor para sacar a colación ese asunto, cuando hasta las alfombras de las sedes de la formación saben por qué espurios motivos estalló la que parece que va a ser la crisis final del invento. Se imagina uno la tal caja única con forma de cántaro de leche al que se habían fiado 39 salidas personales y un parche de novecientos mil euros. Por si alguien lo dudaba a estas alturas del folletón, queda claro que la trifulca es por la olla, no por la ideología.

La respuesta del asediado es que no piensa irse. Es la decisión de quien, creyéndose con la razón y sintiéndose víctima de una injusticia, opta por quemar las naves y se resuelve a morir con las botas puestas. Le honra el gesto, pero él, que conoce mejor que nadie a qué extremos son capaces de llegar quienes lo han declarado pieza de caza, sabe a lo que se expone. Y a lo peor ni siquiera merece la pena.

Política de supervivencia

El Ezkerbatuagate alavés nos ha dejado con la ceja levantada y la boca de par en par por lo cutre y por lo osado. Es difícil decidir qué es lo que más llama la atención del episodio: la repugnante cloaca que destapa, el morro que gastaron los peticionarios de la luna o la autoconfianza en la impunidad que hay que tener para soltar un órdago de ese pelo sin pararse a pensar que podía ser descubierto.

Algo de todo eso hay, amén de un monumental desprecio por la ética, el juego limpio y, por descontado, por las 6.258 personas que creyeron estar votando una opción de izquierdas y avalaron, sin saberlo, el chiringuito de unos sacamantecas. Siendo eso así, y una vez la pituitaria se nos acostumbra al hedor, deberíamos quedarnos un rato más entre la mugre para discernir si estamos ante una triste excepción o, lo que es más desgraciado, en medio de una regla.

Quisiera verlo de otro modo, pero me temo que, efectivamente, es lo segundo. Si tenemos estómago para bucear entre la porquería accesoria y llegarnos a lo sustancial, nos encontraremos que la chabacana actuación buscaba algo tan pedestre como la supervivencia de un puñado de tipos que se habían quedado con una mano delante y otra detrás. Un juez benévolo podría apreciar, incluso, el atenuante de necesidad perentoria.

Si se cayó tan bajo, fue por procurarse un mendrugo (con foie) que llevarse a la boca. Miremos la política en su conjunto y comprobaremos que se ha convertido en un gran comedor de transeúntes para los que la ideología es una escudilla con la que recogen las migajas que les echen. Su sustento depende de figurar en unas listas o de estar a buenas con el dueño del aparato, que es quien tiene poder para hacer ministros, consejeros, jefes de gabinete o, aunque sea, bedeles. Y los que están ahí por auténtica vocación de servicio -que aún son mayoría- guardan un silencio cómplice. No se extrañen si los metemos en el mismo saco.

Fines contra principios

Ezker Batua puede decir que entregó la Diputación de Araba al PP porque a la fuerza ahorcan, porque una cosa es el lirili y otra el lerele, porque tenían que elegir entre susto o muerte, o porque, como cantaba Gardel, contra el destino nadie la talla. Lo que no cuela es que, después de haber quedado como Cagancho en Almagro, encima se venga arriba y nos suelte la milonga de la coherencia y de la democracia interna. En Extremadura tal vez era posible domesticar ese pulpo, pero por aquí arriba todos nos conocemos lo suficiente como para saber a qué altura de la nalga lleva cada quien la marca de nacimiento.

En ese sentido, el PNV tiene motivos para sentirse rabioso, pero no sorprendido. Antes de sentarse a la mesa, los jeltzales sabían mejor que nadie con quién se iban a echar la timba. No en vano, ya tuvieron en tiempo no muy lejano algún que otro duelo de ratón y elefante del que salieron aparentemente empatados sólo después de haber aflojado mucho más de lo que contaron los papeles. Es lo que tienen estas negociaciones: los titulares de prensa hablan de programas y principios, pero nadie se entera de los nada edificantes cromos que de verdad se han canjeado.

Aun así, toda norma tiene su excepción y es posible que esta vez sí lleguemos a captar de la misa algo más de la mitad. El escozor desata las lenguas con más eficacia que el orujo de hierbas, e Iñaki Gerenabarrena y Xabier Agirre ya han empezado a largar por esa boquita. Cuarenta colocaciones, un crédito de seiscientos mil leureles y otros trescientos mil de barra libre. Según los despechados dirigentes nacionalistas, ese era el precio. Lo del impuesto de patrimonio y demás vainas rojoides eran la manta zamorana para tapar el estraperlo.

Nos quedaremos sin saber si en la casa de la triunfante gaviota se han estirado más que en Sabin Etxea para que la formación que escogió -¡Ay, Dolores!- no morir de pie siga viviendo de rodillas.

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NOTA IMPORTANTE: La situación creada por la actuación de las junteras y las personas que participaron en la subasta de sus votos es tan perversa, que muy probablemente soy injusto al hablar en genérico de Ezker Batua. La respuesta a lo sucedido del coordinador general, Mikel Arana,  me parece digna de aplauso y lo deja fuera de esta diatriba. Es obvio que ni Mikel ni decenas de personas que siguen creyendo en una izquierda transformadora y honrada tienen la culpa del bochornoso espectáculo. Son, de hecho, quienes más directamente lo están sufriendo.

Ezker ¿Batua?

Me perdí hace mucho en el culebrón de Ezker Batua. Creo, de hecho, que ni siquiera en el mismo instante de su nacimiento tuve muy claro qué era o qué pretendía ser aquel cóctel que aglutinaba a talibanes del centralismo democrático, honradísimos idealistas que me dieron clase en el instituto y la universidad, auténticos socialistas huidos del felipismo del pelotazo, cristianos refractarios al dogma, peculiares seguidores de Carlos Hugo de Borbón Parma y, en la base, gente que creía sinceramente que el mundo era mejorable.

Contra toda lógica, y aunque sólo fuera para ocupar un trocito del campo político junto al banderín de córner, el conglomerado consiguió echar alguna que otra raíz. Jamás estuvo ni medio a tiro el sorpasso con el que fantaseaba el siempre bien valorado y mal votado Julio Anguita, pero elección tras elección, la cabeza se fue librando de la guadaña del 5 por ciento. Menos daba una piedra. Además, para compensar la impiedad de la ley D’Hont, los escaños rascados acababan valiendo su peso en oro.

Un buen día -o uno pésimo, según qué versión escuchemos- la posesión de una de esas llaves diminutas que abrían y cerraban mayorías llevó a EB al Gobierno con dos fuerzas -se decía entonces- que no eran de su barrio ideológico. El experimento fue, seguramente, manifiestamente mejorable, pero funcionó muy por encima de las expectativas durante un par de legislaturas. Quien tenga quejas, puede comparar con la nada bipartita que sestea hoy en Lakua.

Pero aquello -1 de marzo de 2009- se acabó y, como en el adagio inglés, cuando la pobreza entró por la puerta, el amor saltó por la ventana. La bomba de relojería estalló. La rica diversidad mutó en fuego cruzado entre egos heridos con mil cuentas pendientes. La ideología pasó a segundo plano y la autocrítica, antiguo santo y seña de la izquierda, a cuarto. Ya sólo queda, o eso parece, agarrarse a lo que sea camino del epitafio.

Riesgos de soñar

Como esas galletas de la fortuna que hemos importado últimamente por aquí, las elecciones del domingo traían una leyenda en el reverso del envoltorio: “Ten cuidado con lo que sueñas, porque puede convertirse en realidad”. Hamaikabat, Ezker Batua, Aralar y también el PNV, en ese papel de agridulce vencedor al que parece haberse abonado, no precisan de ningún nigromante que les interprete la sabia conseja. Ya son lo suficientemente explícitos sus respectivos números, que marcan desde la hora cercana al adiós de los dos primeros a un balcón con vistas al abismo para la formación de Patxi Zabaleta, pasando por la necesidad de hacer malabares aritméticos casi imposibles para los jeltzales.

Lo que no cabe ahora es engañarse. Aunque los cálculos anteriores a la sentencia del Constitucional sobre Bildu no contemplasen unos resultados tan espectaculares, hasta alguien que sólo leyera el Marca o el Hola tenía claro que la vuelta de la izquierda abertzale tradicional a la legalidad cambiaría el mapa. De momento, el del reparto de influencia institucional; el otro, ya veremos. Sabíamos que ocurriría y, de hecho, viendo las cifras en bloque, el fenómeno se ha producido de una forma muy similar a los deseos que se venían expresando en voz alta. ¿Abríamos la boca grande o la pequeña cuando hablábamos de la mayoría social de este pueblo?

Es comprensible el sentimiento de haberse inmolado o haber sufrido un tremendo bocado a cambio de nada o muy poco. Si ponemos las luces largas, sin embargo, comprobaremos que el sacrificio era necesario y, más allá de las siglas, la única inversión de futuro que cabía hacer. En ese sentido, incluso los que más han perdido (incluyo a una parte del PSE) pueden sentirse ganadores. Nos pasamos la vida proclamando que estrenamos tiempos nuevos, y esta vez tiene toda la pinta de que es verdad. Si este era el precio de deshacerse de ETA, bien pagado está. Mañana empieza hoy.