Cacería en Ezker Batua

Siempre se ha dicho que en la política hay rivales, adversarios, enemigos y, en la cúspide de la mala sangre y los peores modos, compañeros de partido. Parece que este adagio un tanto exagerado o, como poco, matizable, se le ha hecho dolorosa realidad a Mikel Arana, aún coordinador general de ese imposible metafísico llamado Ezker Batua. Trescientos de los que comparten con él carné y se supone que alguna que otra idea le piden que se haga el harakiri y abandone la jaula de grillos. Eso dicen los titulares en los que, más que la exigencia de dimisión, llama la atención el número de los suscriptores de la demanda. Luego, claro, uno se acuerda de las historias para no dormir sobre los métodos de afiliación que le han contado y cuadra la cifra de los que se han apuntado al linchamiento. Hasta se queda corta.

Nada menos que diecisiete reproches le han inventariado a Arana sus no partidarios. Sin duda, el mejor de todos es la acusación de haber roto la caja única. Hace falta una elevada dosis de desahogo y otra nula de sentido del pudor para sacar a colación ese asunto, cuando hasta las alfombras de las sedes de la formación saben por qué espurios motivos estalló la que parece que va a ser la crisis final del invento. Se imagina uno la tal caja única con forma de cántaro de leche al que se habían fiado 39 salidas personales y un parche de novecientos mil euros. Por si alguien lo dudaba a estas alturas del folletón, queda claro que la trifulca es por la olla, no por la ideología.

La respuesta del asediado es que no piensa irse. Es la decisión de quien, creyéndose con la razón y sintiéndose víctima de una injusticia, opta por quemar las naves y se resuelve a morir con las botas puestas. Le honra el gesto, pero él, que conoce mejor que nadie a qué extremos son capaces de llegar quienes lo han declarado pieza de caza, sabe a lo que se expone. Y a lo peor ni siquiera merece la pena.

Fines contra principios

Ezker Batua puede decir que entregó la Diputación de Araba al PP porque a la fuerza ahorcan, porque una cosa es el lirili y otra el lerele, porque tenían que elegir entre susto o muerte, o porque, como cantaba Gardel, contra el destino nadie la talla. Lo que no cuela es que, después de haber quedado como Cagancho en Almagro, encima se venga arriba y nos suelte la milonga de la coherencia y de la democracia interna. En Extremadura tal vez era posible domesticar ese pulpo, pero por aquí arriba todos nos conocemos lo suficiente como para saber a qué altura de la nalga lleva cada quien la marca de nacimiento.

En ese sentido, el PNV tiene motivos para sentirse rabioso, pero no sorprendido. Antes de sentarse a la mesa, los jeltzales sabían mejor que nadie con quién se iban a echar la timba. No en vano, ya tuvieron en tiempo no muy lejano algún que otro duelo de ratón y elefante del que salieron aparentemente empatados sólo después de haber aflojado mucho más de lo que contaron los papeles. Es lo que tienen estas negociaciones: los titulares de prensa hablan de programas y principios, pero nadie se entera de los nada edificantes cromos que de verdad se han canjeado.

Aun así, toda norma tiene su excepción y es posible que esta vez sí lleguemos a captar de la misa algo más de la mitad. El escozor desata las lenguas con más eficacia que el orujo de hierbas, e Iñaki Gerenabarrena y Xabier Agirre ya han empezado a largar por esa boquita. Cuarenta colocaciones, un crédito de seiscientos mil leureles y otros trescientos mil de barra libre. Según los despechados dirigentes nacionalistas, ese era el precio. Lo del impuesto de patrimonio y demás vainas rojoides eran la manta zamorana para tapar el estraperlo.

Nos quedaremos sin saber si en la casa de la triunfante gaviota se han estirado más que en Sabin Etxea para que la formación que escogió -¡Ay, Dolores!- no morir de pie siga viviendo de rodillas.

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NOTA IMPORTANTE: La situación creada por la actuación de las junteras y las personas que participaron en la subasta de sus votos es tan perversa, que muy probablemente soy injusto al hablar en genérico de Ezker Batua. La respuesta a lo sucedido del coordinador general, Mikel Arana,  me parece digna de aplauso y lo deja fuera de esta diatriba. Es obvio que ni Mikel ni decenas de personas que siguen creyendo en una izquierda transformadora y honrada tienen la culpa del bochornoso espectáculo. Son, de hecho, quienes más directamente lo están sufriendo.