Hace veinte años entrevisté al último aguador de Navarra. Su trabajo consistía en acarrear agua a las casas en dos inmensas tinas que transportaba a modo de alforjas, soportando todo el peso con los hombros y el cuello. La tarea dejó de tener sentido cuando se completó la red de tuberías en Cortes, su pueblo. El progreso le hizo una faena, igual que a los carboneros, los arrieros, las mercerías donde se cogían los puntos a las medias, los fogoneros del tren, los serenos o los operarios de la única fábrica de máquinas de escribir que quedaba en el mundo, que echó la persiana el martes pasado. Signo de los tiempos, ni más ni menos.
Los escoltas privados que guardan la espalda a los miles de amenazados por ETA deberían empezar a asumir que es posible que muy pronto también sus servicios dejen de ser necesarios. Es humanamente comprensible que se resistan a aceptar que, como tantos otros -cinco millones en España, según la última EPA-, vayan a tener los próximos lunes al sol. Pero no pueden luchar contra la evidencia: si eso ocurre, será por una razón que el conjunto de la sociedad recibirá como una gran noticia. Y aun es menos de recibo que la defensa de su legítimo interés personal les lleve a trampear el camino hacia la ausencia de violencia.
Queda un buen trecho, de acuerdo, y también es cierto que somos coleccionistas de esperanzas frustradas. Con eso presente, sólo hay que tener un par de ojos y pisar la calle para comprobar que nuestro día a día no se parece ni de lejos al negro escenario que se acaba de pintar en el congreso del gremio celebrado en Bilbao. Nunca fuimos el Beirut de los 80, pero ahora, menos. Exagerar el retrato es irresponsable y, por añadidura, alimenta esa sospecha incómoda que no se suele verbalizar para no embarrar más el campo: hay quien ha sabido sacarle rendimiento contante y sonante al terrorismo. Así se explica la resistencia numantina ante su final.