La historia de este pueblo, país, terruño o como cada cual prefiera nombrarlo es la de una espera interminable, teñida a veces de impaciencia y otras, las más, de resignada rutina. A fuerza de haber aguardado en tantas ocasiones con los pulsos desbocados trenes que descarrilaban antes de alcanzar nuestro andén, optamos por vacunarnos contra la decepción con la botica que cada uno tenía más a mano. Escepticismo, pretendida indiferencia, rechazo, evitación, escapismo, cinismo puro y duro… Todas esas actitudes, que en el fondo no eran más que una camisa de fuerza en que embutir y neutralizar la condición eternamente expectante, nos han servido para ir tirando en los tiempos en que cada titular alejaba más el horizonte que queríamos pisar.
¿Ha llegado el momento de desprenderse de la coraza anti-frustración? Cuesta responder a eso. Son demasiadas cántaras de leche en pedazos, infinitas pieles de oso que vendimos a cuenta y tuvimos que reintegrar después con intereses de desencanto. Nuestros ojos ya no aciertan a distinguir la evidencia del ensueño y viceversa. Queremos creer pero no nos atrevemos a hacerlo. Simplemente, no soportaríamos un desengaño más. Y luego, claro, está el miedo. ¿Y si eso tan maravilloso que ha dado sentido a nuestras vidas y ha justificado nuestros discursos durante años no se parece a lo que habíamos imaginado? A ver si va a ser cierto lo que dicen de lo malo conocido y de lo fantástico por conocer.
No lo sabremos hasta que ocurra y lo bueno es que está ocurriendo ya. De ahí las preguntas, las dudas, los desasosiegos, el ingenuo autoengaño de hablar de ello para proclamar que no hay que hablar de ello. De ahí también la resistencia de quienes ven que tendrán que buscarse un momio nuevo, los leves pero significativos virajes de algunos apóstoles del no y, por resumir, este estado de vísperas no declarado pero asumido incluso por los que dejaron de esperar.