Ahora que han tocado pelo gubernamental, los recién investidos virreyes autonómicos del PP piden sopitas a papá Estado para que les haga un apañito con el inmenso pufo que se han encontrado en las arcas heredadas. Para no ser menos que los advenedizos, los mandarines gaviotiles que ya tenían ínsula propia desde hace lustros -Madrid, Valencia, Murcia, Castilla-León, etc- pasan por alto que en materia de derroche andan empatados con los manirrotos sociatas y se suman a la reclamación al maestro armero central. Hay que jorobarse con estos liberales que se vuelven estatalistas cuando ven en riesgo sus vidorras como marajás locales.
Lo descorazonador es que se saldrán con la suya. Si no es ahora, será dentro de cuatro días, en cuanto la bandera azul ondee en Moncloa y, a base de pegar tijera por los restos de lo social, acaben rascando los cuartos necesarios para mantener en pie ese timo de la estampita al por mayor que llaman, y a veces hasta sacando pecho, Estado de las Autonomías.
Buena la hicieron los cerebros privilegiados que parieron el engendro hace treinta y pico años sólo para aparentar que a Euskadi, Catalunya, Galicia y Andalucía no se les estaba devolviendo lo que les pertenecía. Su obcecado empeño homogeneizador, cínicamente bautizado “café para todos”, dio carta de naturaleza a un monstruoso entramado institucional que, lejos de acercar la administración al ciudadano, le impuso una doble muralla burocrática. Y para empeorarlo todavía más, andando los años, el mamotreto fue demostrando que su único sentido era -o sea, es- alimentar una nueva casta de caciques locales con sus correspondientes séquitos y laberintos de pesebres.
Ningún momento como este en que caen chuzos de punta económicos para hacer de la necesidad virtud y chapar de una vez esos chiringuitos tan inútiles como gravosos. Lástima que no vaya a ocurrir. Antes de prescindir del caviar, quitan a los demás el pan.