Dice Joseba Egibar que el estado —el español, se entiende— no tiene futuro porque se le están cayendo todas las estructuras. Para que no se quede en frase, hace el pertinente inventario de la catástrofe: gobierno bajo sospecha, cúpula financiera y empresarial enmarronada, economía en las raspas, y de propina, la Corona campechana pillada en mil renuncios y con la imagen hecha unos zorros. A primera vista, no hay mucho con lo que refutar ese diagnóstico que, de hecho, se parece bastante a la composición de lugar que la mayoría nos hemos ido haciendo en los últimos meses a golpe de titular y evidencia. Se diría, ¿verdad?, que es cuestión de un soplido que todo se vaya definitivamente al guano. Desafiaría cualquier principio fundamental de la lógica y de la física que ocurriera otra cosa distinta al colapso irreparable. Y sin embargo, ocurrirá. España, con su mala salud de hierro, saldrá de esta y nos enterrará a todos.
Háganse con un libro de Historia y verán cómo desde Isabel y Fernando para acá, mal que bien ha ido escapando de envites bastante más peliagudos. A poco profunda que sea su lectura, en ese mismo manual comprobarán que el episodio actual, aparte de ser una minucia, encaja en la más absoluta de las normalidades. Ahí es donde quería llevarles: lo que hoy vivimos no solo no es excepcional, sino que se corresponde con lo que a lo largo de los siglos ha hecho perdurar la realidad institucional española. Y la de otros estados o naciones, no me vayan a tomar por donde no voy. Gobiernos ladrones y asesinos si tocaba, élites financieras sin escrúpulos ni ganas de tenerlos, familias reales con mil líos de alcoba y dos mil mangancias acreditadas… Con el entreverado de una Iglesia y un ejército que tal han bailado, esas son las únicas estructuras que sostienen el invento. No pueden caer porque son un todo compacto de capas de podredumbre que se van superponiendo hasta el infinito.