España aguanta todo

Dice Joseba Egibar que el estado —el español, se entiende— no tiene futuro porque se le están cayendo todas las estructuras. Para que no se quede en frase, hace el pertinente inventario de la catástrofe: gobierno bajo sospecha, cúpula financiera y empresarial enmarronada, economía en las raspas, y de propina, la Corona campechana pillada en mil renuncios y con la imagen hecha unos zorros. A primera vista, no hay mucho con lo que refutar ese diagnóstico que, de hecho, se parece bastante a la composición de lugar que la mayoría nos hemos ido haciendo en los últimos meses a golpe de titular y evidencia. Se diría, ¿verdad?, que es cuestión de un soplido que todo se vaya definitivamente al guano. Desafiaría cualquier principio fundamental de la lógica y de la física que ocurriera otra cosa distinta al colapso irreparable. Y sin embargo, ocurrirá. España, con su mala salud de hierro, saldrá de esta y nos enterrará a todos.

Háganse con un libro de Historia y verán cómo desde Isabel y Fernando para acá, mal que bien ha ido escapando de envites bastante más peliagudos. A poco profunda que sea su lectura, en ese mismo manual comprobarán que el episodio actual, aparte de ser una minucia, encaja en la más absoluta de las normalidades. Ahí es donde quería llevarles: lo que hoy vivimos no solo no es excepcional, sino que se corresponde con lo que a lo largo de los siglos ha hecho perdurar la realidad institucional española. Y la de otros estados o naciones, no me vayan a tomar por donde no voy. Gobiernos ladrones y asesinos si tocaba, élites financieras sin escrúpulos ni ganas de tenerlos, familias reales con mil líos de alcoba y dos mil mangancias acreditadas… Con el entreverado de una Iglesia y un ejército que tal han bailado, esas son las únicas estructuras que sostienen el invento. No pueden caer porque son un todo compacto de capas de podredumbre que se van superponiendo hasta el infinito.

Deporte y política

No hay que mezclar el deporte con la política. No, claro que no. Por eso en la ceremonia de la victoria suenan los himnos nacionales y ondean las banderas. Por eso en los palcos se apelotonan las autoridades civiles —y a veces alguna militar y hasta eclesial— vestidas de domingo. Por eso, antes o inmediatamente después de la ofrenda a la Virgen del lugar, se acude con la copa o las medallas a las sedes de los gobiernos correspondientes y se le regala al baranda de turno una camiseta que se pondrá sin pudor sobre su Armani o su Elena Benarroch. Por eso a los campeones de lo que sea se les conceden títulos nobiliarios y órdenes del mérito de lo que haga falta y se les nombra hijos predilectos del terruño aunque tengan domicilio fiscal en Andorra o Mónaco. Por eso los partidos echan el lazo para sus listas a viejas o presentes glorias del atletismo, el fútbol o, sin ir muy lejos, la pelota.

No, qué va, no hay que mezclar el deporte con la política. Por eso cuando te sientes nación sin estado celebras como anticipo de la independencia que te dejen competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso cuando eres nación con estado despliegas toda tu artillería diplomática y legalista para impedir que cualquiera de tus trozos levantiscos pueda competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso es en los parlamentos centrales donde se decide quién sí y quién no tiene permiso para ir por el mundo con los colores y los escudos propios. Por eso tras un triunfo, las portadas se llenan de palabrería bélica y patriótica. Por eso se han boicoteado olimpiadas, mundiales o entorchados continentales según por dónde derrotara ideológicamente el anfitrión. Por eso, incluso, ha habido alguna guerra que ha tenido como excusa un partido de fútbol.

Definitivamente, no hay que mezclar el deporte con la política. Sencillamente porque no es necesario. Hace ya mucho tiempo que son la misma cosa