Como la mayoría de los mortales, llego a estas elecciones con la lengua fuera y una sensación de hastío infinito. Aunque sea cierto que desde hace unos lustros vivimos en campaña permanente, dos llamadas a las urnas en menos de un mes y para votar (como poco) para cinco cosas distintas se hacen inabarcables. Máxime, cuando la triple cita de hoy se vive como una especie de reválida o segunda vuelta de la del 28 de abril, lo que inevitablemente suponía un riesgo de contaminación de los mensajes y las actitudes.
Y aquí es donde esta columna hace la ciaboga —o un triple tirabuzón— y cambia de tenor. Para variar, me pongo en clave optimista. Creo sinceramente que en este trocito del mapa hemos sido capaces de vadear ese peligro para centrarnos, en general, en las cuestiones que de verdad se juegan en el recuento de esta noche. Aunque el ruido de fondo de costumbre no ha faltado, tanto en la demarcación autonómica (en cada uno de sus territorios) como en la foral, exabrupto arriba o abajo, se ha mantenido el foco del debate donde debía estar.
Habrá que agradecérselo de modo especial a las sufridas y los sufridos candidatos. Después de tratar a unas decenas de aspirantes a lo largo de los últimos quince días, les confieso desde aquí mi admiración. Les juro que no es ironía. Es verdad que en alguna ocasión sus palabras sonaban a recitado machacón o venta de moto. Sin embargo, en la mayoría de los casos, me he encontrado con personas ilusionadas, nerviosas, con ganas de agradar, que parecía que se creían sinceramente lo que decían. Todos coincidían, por cierto, en la importancia de cada voto. Hasta el último cuenta.