Invitada en las ondas genuflexas a tirar penaltis sin portero, la consejera de cultura se adornó en uno de los lanzamientos con una paradiña al estilo Daniel Ruiz Bazán, inolvidable 7 del Athletic que nos dejaba el vello como escarpias cada vez que se disponía a patear desde el punto fatídico. “Tenemos que ser tanto vascos como…”, dejó en suspenso la frase Blanca Urgell, y cuando toda la grada la había completado mentalmente con el gentilicio que también ustedes están imaginando ahora, salió por inesperadas peteneras: “…mundiales”, remató, mandando el balón a las nubes. Y aún así, el gol subió al marcador, porque desde Arrigorriaga a Vladivostok se entendió lo que había querido decir la medio volante del Gobierno López que, por si cupieran dudas, segundos antes había hecho esta finta dialéctica de ensueño junto al baderín de córner: “Euskadi no puede ser una especie de parque temático de la cultura vasca”. ¡Ra, ra, ra!, se escuchó rugir al fondo sur.
Con eso quedábamos liberados de la necesidad de tirar de lupa para ver la letra pequeña del pomposo “Contrato ciudadano por las culturas” que, cual corleonesca oferta imposible de rechazar, quiere el ejecutivo transversal que firmemos con el pulgar entintando. Decían que la URSS eran cuatro siglas y cuatro mentiras, y este invento va por ahí. Tres palabras, tres trolas. No es “contrato” porque no se puede negociar, lo de “ciudadano” huele a milonga que echa para atrás, y ya lo de las “culturas”, así, en plural de buen rollito, da más miedo que cuatro Estados de alarma y dos de excepción promulgados en el mismo BOE.
El público elige
La buena noticia de todo esto es que tampoco acarrerará grandes efectos prácticos sobre la tal ciudadanía, que tiene la costumbre de abrevar culturalmente donde su sed la da a entender y no en los aljibes oficiales con sello y subvención gubernamental. La prueba es que las anteriores políticas en la materia, esas supuestamente reduccionistas, etnicistas y ombliguistas, no han evitado que Arturo Fernández llene los teatros de Bilbao o Donostia mientras notables obras en euskara juntaban dos docenas de espectadores en el patio de butacas.
En el último caso citado, ¿la culpa era de las instituciones que las promovían o del público que optaba por la lencería y el astracán? Si acabamos siendo tan cosmolitas como proponen López, Basagoiti y Urgell en su “contrato” y preferimos a Chenoa antes que a Maddi Ohienart no será porque lo ha dispuesto una mayoría parlamentaria. Los gustos son personales e intransferibles.