Cuánta razón, señor Basagoiti. Es un escarnio, un vilipendio, una ignominia y un oprobio de cuatro copones de la baraja el trato que recibe en esta pecaminosa linde vascongada la lengua de Cervantes, que es también, no lo olvidemos, la del insigne Pemán. Se le vuelve a uno el corazón paté de canard paseando por Sestao con la dolorosa impresión de ser un extranjero en su propia tierra. Allá donde se pongan ojos u oídos, la demoníaca fabla vernácula golpea con su soniquete de serrucho oxidado. En la Pela, en el Casco, en las Camporras o en Simondrogas no hay forma humana ni divina de comunicarse en cristiano. Las carnicerías de siempre son harategias, los cambios de sentido, itzulbideas, y hasta los monigotes de los semáforos llevan txapela. ¿Para esto ganaron nuestros abuelos una guerra?
Hay que hacer algo, Don Antonio, hay que hacer algo. No digo yo que otro alzamiento nacional, pero qué menos que un estado de excepción, a ver si enseñándoles los tanques se les bajan los humos y los pantalones a estos indígenas. Como usted bien dijo —¿acaso dice mal alguna vez—, va siendo hora de devolverle al idioma pequeñajo todas las afrentas que le ha escupido al grande, único y verdadero. Y mire, la ley de su compadre Wert, a quien el altísimo guarde muchos años, apunta en la dirección correcta. Mas (con perdón), pero, sin embargo, se antoja corta para desfacer este entuerto creado por tres décadas de paños calientes con los deletéreos nacionalismos periféricos. Si queremos que las criaturas abandonen el imperdonable vicio de llamar aita a sus cada vez menos venerados progenitores o que los locutores de la radio se apeen del procaz egunon y vuelvan a saludarnos como Dios manda, procede aplicar una cirugía mayor. El anillo, los varazos en las yemas de los dedos, unos capotones en el occipucio, por qué no el aceite de ricino. En diez minutos se vuelve a hablar español en Sestao, ya lo verá.