Vaya por delante y como parapeto, que los pulmones de quien escribe estas líneas trasiegan cada día la ponzoña destilada de entre cuarenta y cincuenta cigarrillos, encendidos todos ellos -por lo menos, presuntamente- por voluntad propia. Mi espasmódica tos matinal, el chotunesco olor de mi ropa, la constatación de que un primer piso puede ser el Sisha Pangma y las otras cien mil consecuencias adosadas al llamado vicio me surten de argumentos de sobra para desmentir a Sara Montiel. Fumar no es un placer. Es, en todo caso, lo que Toxo dijo de la huelga del día 29, una gran… ya me entienden.
Ocurre que hay un efecto de la nicotina aun no suficientemente estudiado: altera la percepción de la realidad a tal punto, que los yonkis del trujas desarrollamos fantasías persecutorias. Nosotros, que somos los victimarios, ponemos cara de pollito Calimero y nos travestimos en víctimas vergonzosamente repudiadas por la injusta y cruel sociedad. “¡No queremos ser los apestados del siglo XXI!”, plañe un comando de adictos autodenominado “Fumadores por la tolerancia”, que acaba de presentar medio millón de firmas contra la versión corregida y aumentada de la ley del tabaco que prepara el Gobierno español.
Liberales liberticidas al frente
Entre lo grotesco y lo morrudo, este lobby de andar por casa presidido por Antonio Mingote y con miembros de amplio currículum revolucionario como Alfonso Ussía, Antonio Burgos o Carlos Herrera, se ha agenciado como lema el trillado “Prohibido prohibir”. Tiene bemol y medio, los mismos que aplauden con las orejas el cierre de periódicos que no bailan su agua, los mismos que celebran como triunfo de la democracia la exclusión de las siglas que envenenan sus sueños, sí, esos mismos, reclaman ahora la libertad para ahumar al prójimo. Tampoco es tan extraño, si pensamos que tienen como líder carismático al Titán de Quintanilla de Onésimo, aquel que defendió con lengua de trapo su derecho a conducir con Don Simón como copiloto.
También yo me acuerdo de todas las constelaciones cuando tengo que salir a atizarme la dosis a la abrupta intemperie con el gesto clásico -hombros sobre la cabeza, rodillas flexionadas, cara de urgencia infinita-, pero no me da por fantasear con que soy un proscrito. En eso, por lo menos, no. Admitidas tantas derrotas, poco me cuesta asumir, bandera blanca en ristre, lo ridículo e indecente de plantear como reivindicación innegociable la licencia para intoxicar a discreción a quien se ponga a tiro. Perdonen que los abandone: tengo que vaciar el cenicero.