Pequeños matones

No es difícil coincidir con parte de las palabras del viceconsejero de Seguridad, Rodrigo Gartzia, sobre las imágenes de dos matones alevines pateando a un crío de trece años mientras un tercero inmortalizaba la escena con su móvil. Efectivamente, estremecen, duelen y merecen condena. Encuentro, sin embargo, más matizable, por no decir directamente discutible, la apostilla que sostiene que el vídeo demuestra que “las instituciones, las familias y la sociedad en general tenemos mucho trabajo por delante”. En la lógica puramente comunicativa, entiendo la declaración a modo de comodín. Es lo que tiene que decir un representante público. Pero como yo no lo soy, discrepo. Sobre todo, por lo que toca a las familias y a la sociedad en general. Serán, en todo caso, unas familias muy determinadas las que tengan que afrontar ese trabajo. Y si procede esa salvedad, con bastante más motivo cabrá rechazar la atribución de las culpas individuales a toda la sociedad.

Que no, a ver si nos entra en la cabeza. La sociedad no es la culpable. Ni tampoco los videojuegos, ni las series, ni TikTok. En primera instancia, los culpables son los niñatos que golpearon y humillaron al chaval y, no contentos con ello, difundieron la grabación. Pero inmediatamente después, la culpa alcanza, no a todo el cuerpo social, insisto, sino a una parte, generalmente de la élite política y opinativa, que ampara (por no decir que promueve) este tipo de comportamientos. Si estos criajos actúan como actúan es porque se saben protegidos por un colchón de valores y leyes que establecen que los actos no tienen consecuencias. Ese es el problema.

Cambiemos las leyes ya

Miren por dónde, el protagonista del 25 de noviembre que acabamos de dejar atrás ha sido ese tipejo siniestro que atiende por Javier Ortega Smith. Resulta imposible no sentir náuseas al presenciar su comportamiento cobarde y brutalmente suficiente ante una víctima de malos tratos que le cantaba las verdades del barquero en el acto del ayuntamiento de Madrid. Ni fue capaz de sostenerle la mirada el muy cagarro humano. Antes y después, el fulano se había vuelto a permitir la chulería insultante de negar la violencia machista, una conducta que en una sociedad medio decente debería implicar bastante más que el destilado de mala sangre y bilis hirviente. ¿La ilegalización de la formación política que cobija a semejante sembrador de odio y a tantos como él? Jamás pensé que escribiría algo como esto, pero mi respuesta es rotundamente afirmativa.

Dado que eso no ocurrirá —me temo—, quizá proceda convertir nuestro cabreo en una actitud de provecho. Debemos conjurarnos para que los miles de Ortegas Smith que hay repartidos por el censo sientan nuestro aliento en el cogote y tomen conciencia de que su justificación (o, directamente, su práctica) de la violencia hacia las mujeres no les va a salir gratis. Y eso, siento decirlo por enésima vez, no se hace solamente con encendidas proclamas, repeticiones sistemáticas de topicazos, concentraciones para el telediario ni campañas resultonas. Tampoco, como demuestran los datos sobre la extrema juventud de muchos maltratadores y depredadores, con la martingala de la educación en valores. Hay que cambiar, por descontando, de mentalidad, pero especialmente de leyes. Es urgente.

Leyes no escritas

A su edad, con su currículum, su carácter y su patrimonio, Mario Fernández es uno de los pocos seres humanos de nuestro entorno que pueden permitirse el lujo de no andar midiendo las palabras. O de conducirse con una sinceridad que, rozando la soberbia en algunos casos —Kutxabank c’est moi —, resulta singular cuando lo que se lleva alrededor son los sobreentendidos, los eufemismos, las miradas hacia otro lado y, como muchísimo, las medias verdades. Quizá hubo un tiempo en el que el expresidente de la-entidad-más-solvente-de-españa tuvo que vestirse de lagarterana, pero parece que ya no está por la labor. Y la prueba es la torrencial nota que hizo pública el viernes, coincidiendo con su declaración ante la fiscalía del País Vasco por el caso (más bien casillo) de los 243.000 euros perdidos y hallados en el templo.

Sin pelos en la pluma, Fernández deja negro sobre blanco que quien le pidió el favor de buscarle una canonjía remunerada a Mikel Cabieces fue “un líder del PP”. Bonito ¡zasca! para la sustituta del aludido aunque no nombrado, Arantza Quiroga, que días atrás había bocabuzoneado que el marrón era obra del binomio PNV-PSE. Anotado el enésimo ridículo de la irundarra, no perdamos de vista el meollo, que está en la justificación de los hechos que, como si tal cosa, deja caer el veterano banquero. La colocación de cesantes obedece a “una ‘ley no escrita’ que ha funcionado con todos los gobiernos y todos los partidos durante los últimos 30 años”. Si bien se refiere a cargos relacionados con la lucha anti-ETA, no recuerdo una explicación tan clara del funcionamiento de las puertas giratorias.

Los fumadores y la tolerancia

Vaya por delante y como parapeto, que los pulmones de quien escribe estas líneas trasiegan cada día la ponzoña destilada de entre cuarenta y cincuenta cigarrillos, encendidos todos ellos -por lo menos, presuntamente- por voluntad propia. Mi espasmódica tos matinal, el chotunesco olor de mi ropa, la constatación de que un primer piso puede ser el Sisha Pangma y las otras cien mil consecuencias adosadas al llamado vicio me surten de argumentos de sobra para desmentir a Sara Montiel. Fumar no es un placer. Es, en todo caso, lo que Toxo dijo de la huelga del día 29, una gran… ya me entienden.
Ocurre que hay un efecto de la nicotina aun no suficientemente estudiado: altera la percepción de la realidad a tal punto, que los yonkis del trujas desarrollamos fantasías persecutorias. Nosotros, que somos los victimarios, ponemos cara de pollito Calimero y nos travestimos en víctimas vergonzosamente repudiadas por la injusta y cruel sociedad. “¡No queremos ser los apestados del siglo XXI!”, plañe un comando de adictos autodenominado “Fumadores por la tolerancia”, que acaba de presentar medio millón de firmas contra la versión corregida y aumentada de la ley del tabaco que prepara el Gobierno español.

Liberales liberticidas al frente

Entre lo grotesco y lo morrudo, este lobby de andar por casa presidido por Antonio Mingote y con miembros de amplio currículum revolucionario como Alfonso Ussía, Antonio Burgos o Carlos Herrera, se ha agenciado como lema el trillado “Prohibido prohibir”. Tiene bemol y medio, los mismos que aplauden con las orejas el cierre de periódicos que no bailan su agua, los mismos que celebran como triunfo de la democracia la exclusión de las siglas que envenenan sus sueños, sí, esos mismos, reclaman ahora la libertad para ahumar al prójimo. Tampoco es tan extraño, si pensamos que tienen como líder carismático al Titán de Quintanilla de Onésimo, aquel que defendió con lengua de trapo su derecho a conducir con Don Simón como copiloto.
También yo me acuerdo de todas las constelaciones cuando tengo que salir a atizarme la dosis a la abrupta intemperie con el gesto clásico -hombros sobre la cabeza, rodillas flexionadas, cara de urgencia infinita-, pero no me da por fantasear con que soy un proscrito. En eso, por lo menos, no. Admitidas tantas derrotas, poco me cuesta asumir, bandera blanca en ristre, lo ridículo e indecente de plantear como reivindicación innegociable la licencia para intoxicar a discreción a quien se ponga a tiro. Perdonen que los abandone: tengo que vaciar el cenicero.