Cambiemos las leyes ya

Miren por dónde, el protagonista del 25 de noviembre que acabamos de dejar atrás ha sido ese tipejo siniestro que atiende por Javier Ortega Smith. Resulta imposible no sentir náuseas al presenciar su comportamiento cobarde y brutalmente suficiente ante una víctima de malos tratos que le cantaba las verdades del barquero en el acto del ayuntamiento de Madrid. Ni fue capaz de sostenerle la mirada el muy cagarro humano. Antes y después, el fulano se había vuelto a permitir la chulería insultante de negar la violencia machista, una conducta que en una sociedad medio decente debería implicar bastante más que el destilado de mala sangre y bilis hirviente. ¿La ilegalización de la formación política que cobija a semejante sembrador de odio y a tantos como él? Jamás pensé que escribiría algo como esto, pero mi respuesta es rotundamente afirmativa.

Dado que eso no ocurrirá —me temo—, quizá proceda convertir nuestro cabreo en una actitud de provecho. Debemos conjurarnos para que los miles de Ortegas Smith que hay repartidos por el censo sientan nuestro aliento en el cogote y tomen conciencia de que su justificación (o, directamente, su práctica) de la violencia hacia las mujeres no les va a salir gratis. Y eso, siento decirlo por enésima vez, no se hace solamente con encendidas proclamas, repeticiones sistemáticas de topicazos, concentraciones para el telediario ni campañas resultonas. Tampoco, como demuestran los datos sobre la extrema juventud de muchos maltratadores y depredadores, con la martingala de la educación en valores. Hay que cambiar, por descontando, de mentalidad, pero especialmente de leyes. Es urgente.

Ortega Smith, qué asco

Sabíamos, porque lo ha acreditado ampliamente en el corto espacio de tiempo desde que tenemos la desgracia de conocerlo, que Javier Ortega Smith es un memo ambulante. También un bocabuzón, un sobrado, un chulopiscinas y un analfabeto funcional con balcones a la calle. Ahora, la verdad es que sin gran sorpresa, podemos añadir al currículum de este pedazo de carne supurador de gomina a granel la condición de canalla cobarde sin matices. Hace falta serlo en dimensión superlativa para atreverse a vomitar que las conocidas como 13 Rosas Rojas, las jóvenes militantes de izquierdas ejecutadas por el régimen franquista, se buscaron su despiadado final porque “torturaban, asesinaban y violaban vilmente en las checas de Madrid”.

Espero que semejante fechoría dialéctica no quede impune. Leo que varias asociaciones memorialistas, empezando por la que lleva el nombre de las represaliadas y ahora manchadas con infundios, estudian emprender acciones legales. Me parece lo menos, aunque entiendo que el emplumamiento del fachuzo rebuznador —no llega ni a fascistilla— debería ser de oficio. Por bastante menos se han sentado en un banquillo o, incluso, han sido condenados, varios tuiteros. Y que no tenga nadie el desparpajo de sacar el comodín zafio de la libertad de expresión. No estamos ante una opinión. Ni siquiera ante un insulto grueso. El regüeldo del secretario general de VOX anda entre la injuria y la calumnia, si no es que incurre de lleno en lo uno y lo otro.

Eso, en sede judicial. El otro castigo debería ser social y, desde luego político, empezando por sus socios, PP y Ciudadanos, que guardan un vergonzoso silencio.