Pasé sin transición de las aventuras de Los Cinco a El coronel no tiene quien le escriba. Recuerdo la cara extrañada de Nati, la librera, cuando me vio coger el ejemplar del expositor de Bruguera. “No sé si lo vas a entender”, me dijo y trató de convencerme de que si iba a empezar a leer “cosas de mayores”, tal vez era mejor que me estrenara con Barrio de Maravillas de Rosa Chacel. Desde la suficiencia de mis doce años recién cumplidos, miré con desdén lo que por su portada naif me sonó a novelita para chicas, puse en el mostrador dos billetes de cien pesetas —mis ahorros de varias semanas—, y salí de la tienda con aquel libro, rezando para no encontrarme con mis amigos y tener que darles explicaciones de mi nueva rareza.
Aquí podría exagerar la nota y decir que no volví a ser el mismo tras asistir, página a página, a la espera sin esperanza de ese anciano sin nombre, a quien imaginaba con la cara llena de arrugas y el gesto de haberlo vivido todo de mi abuelo paterno. Seguramente, no fue ni para la mitad, porque ya apuntaba maneras de futura alma atormentada —pura pose, no cunda el pánico—, pero algo sí debió de moverse dentro de mi, pues en los meses sucesivos fui invirtiendo mi paga, creo que por este orden, en Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca (¡toma ya!) y, finalmente, Cien años de soledad.
La misma profesora de literatura con la que aprendí que todas esas historias que me subyugaban recibían el nombre de “realismo mágico” me descubrió el Pedro Páramo de Juan Rulfo y bajé a Gabriel García Márquez un peldaño de mi pedestal. Luego, me regalaron una edición barata de El perseguidor y otros cuentos de Cortázar con un pétalo en su interior, y volví a relegar a Gabo. Hoy, cuando leo que una maldita enfermedad le anda robando la memoria, por si un día me pasa lo mismo, he corrido hasta aquí a fijar mis recuerdos, que también son suyos.