Era de esperar que en la despedida de Gesto por la paz se escucharan cargas de profundidad y que volara algún que otro reproche con telarañas adosadas. Al fin y al cabo, los viejos fantasmas siempre están ahí, y aunque hayamos invertido tiempo en domesticarlos, entra dentro de lo posible que ante determinados estímulos les vuelva a salir brevemente el instinto. Si de verdad estamos aprendiendo algo y si no vamos de boquilla en nuestro declarado empeño de no repetir los errores, esas recaídas deberían ser fugaces y dejar paso a sentimientos más nobles. Pero veo que no es tan fácil enunciarlo como llevarlo a la práctica. O simplemente es —y esto tiene peor remedio— que hay quien no está por la labor.
Eso es lo que percibo en las reacciones desmesuradamente agrias, algunas ruines sin matices y empapadas de bilis vengativa, que han acompañado al adiós de la plataforma. Nadie pedía sumarse a las loas —quizá también excesivas y un tanto desmemoriadas— que han salido de otros labios. Habría bastado el silencio o, por qué no, unas inocuas palabras de compromiso. No había ninguna necesidad de embarrar el campo descalificando en los términos más gruesos un trabajo que, contemplado con una mínima objetividad, ha resultado imprescindible para llegar a donde quiera que estemos. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer lo obvio?
No niego que fui crítico con los primeros pasos de Gesto. Incluso, que al contemplarlos retrospectivamente, sigo viendo lagunas. Tampoco se me escapan los intentos de instrumentalización por parte de intereses oscuros. Sin embargo, creo que la evolución posterior, la opción valiente de situarse allá donde les podía alcanzar (y de hecho les alcanzaba) el fuego cruzado de tirios y troyanos, compensa con creces lo anterior. Y mucho más, el empujón hacia la calle a tantas y tantas personas que hasta entonces se guardaban dentro lo que sentían. Sin eso, seguiríamos en el viejo tiempo.