Yo confieso: el pan es una de mis perdiciones, seguramente no la peor. Podría ser vegano estricto y no echar de menos un secreto ibérico en su punto ni un chorizo criollo a la brasa, pero no me pidan por nada del universo que prescinda de mi hogaza gallega, mi pistola dorada con un toque churruscado o, según esté de caprichoso, mi sevillano de miga blanca y esponjosa o mi alemán bien negro y compacto. Como el esnob ese del anuncio, soy capaz de desviar mi ruta varios kilómetros por mercar material horneado con mimo y sabiduría. La faena, por no decir otra cosa, es que, con las honrosas excepciones ante las que me arrodillo, no es nada fácil encontrar un producto en condiciones.
Curioso, ¿verdad? Cuando se multiplican las franquicias con innumerables variedades y todo quisque promete cocciones de leña, fantásticas harinas de todos los cereales y masas madre del copón de la baraja, la realidad es que impera la mediocridad… o directamente el fraude. Y ahí llegamos a la ley en vigor desde el pasado lunes, que además de reducir el IVA de espolio a algunas especialidades, obliga a algo tan primario como que el género declarado responda a la realidad. Así, por ejemplo, el presunto integral ya no puede ser el amasijo coloreado y serrinoso que se nos viene colando y el de centeno debe estar elaborado, manda pelotas, con centeno… aunque ni siquiera en su totalidad. Por demás, es impepinable que se informe al consumidor de la composición de cada uno de los artículos. Vayan ustedes a la gasolinera o al quiosco de la esquina a pedir la ficha técnica de la argamasa precongelada y semicruda que les han vendido como pan.