No es picaresca; es una estafa

Los veinte céntimos de rebaja por litro de carburante se tradujeron en su estreno en colas ansiosas y pifostios informáticos varios en las gasolineras. Nada que no cupiera esperarse, salvo, por lo visto, por los ingenuos conductores que se abalanzaron sobre los surtidores como si no hubiera un mañana o el voluntarista gobierno español que pretendía que todo fuera como la seda tras aprobar una medida chapucera en fondo y forma. Empezando por esto último, es de puñetero sonrojo (o sea, lo sería si no conociéramos el paño) que se ponga en marcha una norma populachera como la que nos ocupa sin haberse parado a pensar en la logística mínima imprescindible para llevarla a cabo. Como tantas veces, su sanchidad se hizo la foto pasando un kilo de la parte práctica. Ya se comerían otros ese marrón.

Claro que eso es casi un detalle al lado de la verdadera cuestión que se dirime. Cualquiera que haya estado pendiente de los precios sabe que a la hora de la verdad los prometidos veinte céntimos han sido seis o siete. Como estaba radiotelegrafiado desde que se anunció la demagógica ocurrencia, los suministradores han ido aumentando el precio de la gasolina (no digamos del gasoil) de modo que la rebaja para el consumidor final ha quedado menguada. Con dos agravantes. Primero: Las compañías cobrarán (¡de nuestros impuestos!) las cantidades de la subvención. Segundo: En los últimos diez días, el barril de petróleo ha ido bajando, lo cual debería haber implicado una rebaja añadida. Así que somos generosos cuando llamamos picaresca a lo que es una estafa del quince. Amparada, eso sí, por la supuesta autoridad competente.

¡Moderna para todos!

Desde que asistí con estupefacción creciente a la comparecencia de la consejera de Salud en el Parlamento vasco, no se me va de la cabeza la imagen de Andrés Iniesta en el anuncio televisivo de helados voceando: “¡Venga, Kalise para todos!”. A juzgar por lo que contó Gotzone Sagurdui, tal que así fue la vacunación chanchullera en el hospital de Santa Marina. “¡Venga, Moderna para todos!”, debió de ser en este caso el grito del desprendido —y ahora, muy locuaz con ciertos medios— ex gerente de la cosa. Y ahí que aceptaron en bloque el convite hasta, casi literalmente, el que reparte las Cocacolas. Desde luego, en la lista de inoculados de extranjis se cuenta el personal del vending, el de la cafetería, varios curas, dos mensajeros y unos cuantos sindicalistas de las más diversas siglas combativas. Si no fuera por lo grave del asunto, se diría que es un chiste estereotípico de bilbaínos: ¡Ahí va la hostia! ¡En en el botxo vacunamos así! Si estás de ronda, pues pagas la ronda de los que están en el bar, o sea, en el inyectadero.

Fuera de coñas, fíjense que este humilde jornalero de las letras no habría visto mal que un centro de las características de Santa Marina hubiera estado en primera línea de playa de la inmunización. Pero no fue así, y por tanto, el festival de pinchazos fue irregular… e inmoral.

Hasta la última gota

Soy de los que, cuando parece que la botella de aceite está vacía, la pongo boca abajo sobre un vaso para aprovechar hasta la última gota. Y también rajo los botes del lavavajillas, el gel o el champú con el fin de dejarlos absolutamente apurados antes de echarlos al cubo de los plásticos. Son, supongo, actitudes instintivas de alguien que creció en una familia donde la última semana de cada mes se hacía eterna. Se lo cuento porque intuyo que no serán pocos de ustedes los que mantengan rutinas o manías similares y, en consecuencia, estos días estén escandalizados al descubrir con qué ligereza se está derrochando nada menos que una sexta parte de las vacunas de Pfizer.

A eso equivale lo que el dicharachero consejero de Salud andaluz llamó “un culillo”, quitando importancia al despilfarro. Porque, sí, provoca mucha bronca, y yo ya lo he dejado por escrito aquí mismo, que jetas profesionales con incontables trienios de mangancia pública se hayan atizado por el puñetero morro un chute del líquido inmunizador. Pero si echan cuentas, aunque en nuestros terruños y más allá sean legión estos golfos, la suma de lo que se hayan podido inocular en sus carnes serranas es muy inferior a lo que se pierde de oficio porque a la farmacéutica le salió de la entrepierna dispensar el elixir en unos viales con trampa.

Pícaros que se vacunan

El día que en la demarcación autonómica volvemos a estar por encima del millar de contagios, la descomunal cifra queda eclipsada por las dimisiones —¿quizá destituciones?— de los directores de los hospitales de Basurto y Santa Marina por haberse vacunado cuando no les tocaba. Y la cuestión es que no cabe nada que objetar. En términos de lógica periodística, la actitud de los ya ex responsables de los citados centros médicos merece la prioridad informativa y, desde luego, la censura moral más contundente. No hay reservas suficientes de vergüenza ajena para hacer frente a unos comportamientos que, por otra parte, ya vemos que no son excepcionales. Abrieron la espita unos cuantos alcaldes del Mediterráneo, y tras ellos, se abonaron al pufo diferentes mandamases y enchufados, incluyendo al consejero de Sanidad de Murcia, que antes de renunciar al cargo tuvo el cuajo de sostener que no había hecho nada malo pero que pedía perdón “porque yo soy así”.

Más allá de la indignación por la brutal insolidaridad de los ventajistas con mando en plaza, mi gran duda es sobre los procesos mentales que los llevaron a pasarse los protocolos por el arco del triunfo. Ya no hablo de ética sino de conocimiento sobre el mecanismo del sonajero. ¿Acaso pensaban que nadie se daría cuenta? Tal vez, en su soberbia, fue así.

Al pan, pan

Yo confieso: el pan es una de mis perdiciones, seguramente no la peor. Podría ser vegano estricto y no echar de menos un secreto ibérico en su punto ni un chorizo criollo a la brasa, pero no me pidan por nada del universo que prescinda de mi hogaza gallega, mi pistola dorada con un toque churruscado o, según esté de caprichoso, mi sevillano de miga blanca y esponjosa o mi alemán bien negro y compacto. Como el esnob ese del anuncio, soy capaz de desviar mi ruta varios kilómetros por mercar material horneado con mimo y sabiduría. La faena, por no decir otra cosa, es que, con las honrosas excepciones ante las que me arrodillo, no es nada fácil encontrar un producto en condiciones.

Curioso, ¿verdad? Cuando se multiplican las franquicias con innumerables variedades y todo quisque promete cocciones de leña, fantásticas harinas de todos los cereales y masas madre del copón de la baraja, la realidad es que impera la mediocridad… o directamente el fraude. Y ahí llegamos a la ley en vigor desde el pasado lunes, que además de reducir el IVA de espolio a algunas especialidades, obliga a algo tan primario como que el género declarado responda a la realidad. Así, por ejemplo, el presunto integral ya no puede ser el amasijo coloreado y serrinoso que se nos viene colando y el de centeno debe estar elaborado, manda pelotas, con centeno… aunque ni siquiera en su totalidad. Por demás, es impepinable que se informe al consumidor de la composición de cada uno de los artículos. Vayan ustedes a la gasolinera o al quiosco de la esquina a pedir la ficha técnica de la argamasa precongelada y semicruda que les han vendido como pan.

Íñigo Alli, qué rostro

Vengo a proponerles una ola gigante por Iñigo Jesús Alli Martínez, quinto culiparlante más pirulero del actual Congreso de los Diputados y recordman sideral de la dureza de jeta. Si los tendrá de titanio el vividorzuelo de UPN, que tras la pillada escandalosa con el carrito del helado, todavía tiene el desahogo de poner cara de cordero degollado y hacerse la víctima.

Qué figura, el regionalista beatón. Sale en los papeles, incluidos algunos de los que le bailan el agua, que el gachó se ha fumado una quinta parte de las sesiones completas de la legislatura y se ha pasado por el arco del triunfo nada menos que 77 votaciones, y todo lo que tiene que decir es que vale, que igual no ha estado muy bien por su parte, pero que, ya si tal, devuelve el dinero. Bueno, ni eso. Solo la parte de la pasta que corresponde a las ausencias que empleó en hacerse un máster para directivos privados de la Universidad del Opus —a 27.900 leureles la pieza, oigan—, pero que se queda con la de las pellas que hizo “para ayudar en casa a mi numerosa familia porque creo en la conciliación real de la vida personal y profesional”. Como lo leen. Imaginen a cualquier currela de a pie faltando al tajo y saliendo por la misma petenera.

Así las gastan los que luego van de la rehostia en verso de la pulcritud moral. Las que habrá soltado por esa boquita contra el rojoseparatismo desde la tribuna de oradores las veces que sí ha tenido a bien fichar en la Carrera de San Jerónimo. Solo Carlos Salvador, su compadre de hemiciclo, le hace sombra en el innoble arte del exabrupto al peso. Retratado queda como el bribón que se embolsa un potosí sin sudarlo.

Los padres de Nadia

Oleadas de indignación contra los padres de la niña Nadia Nerea. Muy justo el cabreo ante un comportamiento repugnante sin matices. Pero si se fijan con atención, entre las costuras de las durísimas diatribas percibirán también una hipocresía monumental. La inmensa mayoría de los que más berrean por la estafa son exactamente los mismos que nos colaron la historia envuelta en la natillaza lacrimógena de costumbre. Valiente panda de fariseos, indecentes bomberos pirómanos, haciendo caja de pasta y ego a la ida y a la vuelta. Todo es bueno para el convento, la sensiblería de aluvión de los primeros reportajes y la rabia con moralina adosada de los últimos.

Señalo, sí, a los medios, pero con mayor irritación a ciertas personas concretas. Aquí y ahora me cisco en algunos de nuestros blogueros favoritos, siempre a favor de corriente, buscando el aplauso facilón. Y aún debo extender la lista a los que, al otro lado de la pantalla —el papel ya casi no pinta nada—, son (¿o somos?) cómplices necesarios de la existencia de circos nauseabundos como el que nos ocupa.

Jamás censuraré tener buen corazón ni actuar por el impulso de los más nobles sentimientos. Cuidado, sin embargo, con confundir la solidaridad con la beneficencia. Y más todavía, si el error nos lleva a creernos salvadores de la Humanidad (y de paso, darle un barrido a la conciencia) por haber ingresado 20 euros en una cuenta corriente. No olvidemos, por lo demás, que habitamos entre desaprensivos ni la brutal conclusión que acarrea este caso inmundo: la única verdad es que la niña padece tricotiodistrofia, una enfermedad hoy por hoy incurable.