No es picaresca; es una estafa

Los veinte céntimos de rebaja por litro de carburante se tradujeron en su estreno en colas ansiosas y pifostios informáticos varios en las gasolineras. Nada que no cupiera esperarse, salvo, por lo visto, por los ingenuos conductores que se abalanzaron sobre los surtidores como si no hubiera un mañana o el voluntarista gobierno español que pretendía que todo fuera como la seda tras aprobar una medida chapucera en fondo y forma. Empezando por esto último, es de puñetero sonrojo (o sea, lo sería si no conociéramos el paño) que se ponga en marcha una norma populachera como la que nos ocupa sin haberse parado a pensar en la logística mínima imprescindible para llevarla a cabo. Como tantas veces, su sanchidad se hizo la foto pasando un kilo de la parte práctica. Ya se comerían otros ese marrón.

Claro que eso es casi un detalle al lado de la verdadera cuestión que se dirime. Cualquiera que haya estado pendiente de los precios sabe que a la hora de la verdad los prometidos veinte céntimos han sido seis o siete. Como estaba radiotelegrafiado desde que se anunció la demagógica ocurrencia, los suministradores han ido aumentando el precio de la gasolina (no digamos del gasoil) de modo que la rebaja para el consumidor final ha quedado menguada. Con dos agravantes. Primero: Las compañías cobrarán (¡de nuestros impuestos!) las cantidades de la subvención. Segundo: En los últimos diez días, el barril de petróleo ha ido bajando, lo cual debería haber implicado una rebaja añadida. Así que somos generosos cuando llamamos picaresca a lo que es una estafa del quince. Amparada, eso sí, por la supuesta autoridad competente.

Poner coto a los acaparadores

Al gobierno español no le llegan los dedos de los pies y de las manos para tapar las vías de agua. Una de las más pequeñas que parece haber cubierto es la que provocan los acaparadores compulsivos. En el trolebús de las últimas medidas a la desesperada se cuenta permitir a los comercios que, en circunstancias excepcionales, limiten el número de unidades de un determinado producto que los clientes pueden adquirir en una misma compra. Si se paran a pensarlo, es de una lógica apabullante y, en caso de que algo resultara sorprendente, sería el hecho de que tal cuestión de cajón de madera de pino no estuviera legislada hasta la fecha. Por lo visto, ni las lisérgicas escenas de carros hasta las cartolas de papel higiénico, cervezas o natillas de bote que vimos en los primeros meses de la pandemia habían puesto sobre la pista a las autoridades.

Así las cosas, cuando la invasión de Ucrania hizo volver a las andadas a los arrampladores de estantes, tuvieron que ser las propias cadenas de distribución las que intentasen pararles los pies restringiendo las ventas de las mercancías que eran objeto de codicia desmedida. No se me va a olvidar que las primeras que saltaron contra esta decisión fueron las autoproclamadas organizaciones de defensa de los derechos de los consumidores. Según las beatíficas instituciones, el acopio de los egoístas que dejan a dos velas a sus congéneres y hace que se multipliquen los precios es un derecho inalienable, toquémonos las narices. Pero bien está lo que bien acaba, y esta vez procede aplaudir al gobierno que ha tenido que regular por ley uno de los principios más básicos de la solidaridad.

Cumpleaños de la Reforma

Seis años de la Reforma laboral del PP, nada menos. Y para conmemorarlo, deslucidas manifestaciones aquí y allá, más prueba de la derrota que del espíritu de lucha. Echen atrás la moviola y recordarán calles atestadas de santa indignación con la promesa de no sé qué estallido social al que le quedaban entre diez minutos y un cuarto de hora. Cuánta bendita ingenuidad rentabilizada por oportunistas avispados que supieron convertir el cabreo en una poltronilla para sus culos. Un saludo desde estas líneas a los profetas de cuarenta dioptrías que en aquellos días de rabia vaticinaron no ya la revuelta de la plebe que les acabo de mentar, sino la caída con estrépito del capitalismo al completo. Crisis sistémica, decían los muy cachondos, haciendo su cuento de la lechera. En lo que toca a España, se iban a ir por el desagüe de la Historia el bipartidismo, la monarquía borbónica y la economía de mercado. Lo primero, puede que haya ocurrido, pero si ven el resultado práctico actual y el que parece que se anuncia, con los naranjas pillando mucho cacho, el cambio ha sido a lo Lampedusa.

La Reforma que da origen a estas líneas es el perfecto resumen de lo que les digo. Prometió Soraya Sáenz de Santamaría al anunciarla que supondría un antes y un después. Y tal ha sido. En esta media docena de años, con la llamada crisis como coartada, se ha aprovechado para hacer una limpia a fondo del patio laboral. El resultado evidente ha sido convertir en crónico un nivel de precariedad que no se conocía desde mediados del siglo XX. Pero si miran los números de consumo, verán que en realidad que todo sigue igual. ¿Por qué?

Compraventa de bebés

Maternidad subrogada, alguna certeza y no pocas dudas. La inmediata, respecto al motivo por el que, casi de repente, se ha empezado a hablar de la cuestión desayuno, comida y cena. Apenas ayer era material para telefilm de sobremesa dominical o extravagancia de cuatro parejas con pasta de por ahí. ¿Por qué justamente ahora se nos viene encima con la apariencia de debate sobre no se sabe qué derecho?

Sí, derecho, otro más de esos manufacturados al gusto del pensamiento fetén para quedar de vanguardia del quince al reivindicarlo con la rotundidad con que en otros tiempos se exigía pan, trabajo y libertad. Y la cosa es que al primer bote casi cuela. Nos preguntan a bocajarro, y nos sale el instinto cobardón para que no se diga que no llevamos a la orden los certificados reglamentarios de progresía o que se nos ha parado el calendario en el pleistoceno. Que si es un asunto de mucho calado, que si todo es respetable, que si…

Confieso que anduve en esas, pero ya no. Ahora mismo tengo claro que el tal derecho es, en plata, la mercantilización pura y dura de la reproducción humana. Bebés convertidos en productos de consumo solo para quienes pueden permitírselo. Al otro lado, mujeres reducidas a suministradoras de criaturas para cumplir los deseos —¿o van a ser los caprichos?— de los que consiguen lo que sea a golpe de chequera. Y en más de un caso, todavía tienen el desahogo de hacerse los ofendidos y corregir al personal cuando se habla de vientres de alquiler, expresión no solo más popular sino más ajustada de esta práctica que ni siquiera es nueva. La compraventa de chiquillos viene, por desgracia, de muy atrás.

Volkswagen, qué sorpresa

Enternece asistir al escándalo de plexiglás por un quíteme allá esas emisiones contaminantes de más. De golpe descubrimos que las grandes corporaciones engañan y que los coches contaminan un congo. Demasiado para nuestro delicado himen moral, que salta hecho pedazos, antes de sumirnos en la depresión que sigue al conocimiento del mecanismo del sonajero. ¿Es que ya no se puede confiar en nadie?

Ese estado de ánimo es el que nos están vendiendo. Por fortuna, quizá cuele en las páginas salmón o en ciertas tertulias de postín, pero no en la calle. A pie de barra de bar, de mostrador de frutería o de ascensor, lo que extraña del marrón de Volskwagen es que haya salido a la luz y que se le esté dando tanto bombo. La composición de lugar más común es que no se trata de un caso de rectos principios, sino de la bomba de un competidor o la venganza de un currela (de cuello blanco, se entiende) resentido. Y una vez que estalla y crece la bola, llegan los maquilladores a presentárnoslo como la demostración de que el que la hace la paga, menudos bemoles le echan.

Insisto en el escaso éxito de tal empresa. Salvo cuatro o cinco seres angelicales, la mayoría de los consumidores sospechamos hace mucho que el contenido de azúcar declarado en el brebaje que sea siempre es mayor, que lo del Omega 3 es una coña, que al interés que nos asegura un banco en el contrato hay que sumarle un pico, que lo que dice la pegatina del frigorífico sobre su eficiencia energética puede ser o puede no ser, y, por supuesto, que nuestro utilitario suelta bastante más porquería de la que jura el fabricante. Ningún motivo de asombro.

Comer y callar

Como los pantalones de pata de elefante o la botas con flecos, las alarmas alimentarias van por modas. Cuando pensabas que eran cosa del pasado, vuelven y, además, con fuerza inusitada. Ahora estamos en una de esas trombas recurrentes. No pasa un día sin que nos cuenten que tal o cual firma han tenido que retirar del mercado unas hamburguesas, unos tortellini o una tarta de chocolate porque se ha descubierto que contenían algo que no debía estar ahí, desde carne de caballo a, con perdón, mierda. Y lo peor es que no suele tratarse de preparados exóticos de cuya existencia no teníamos conocimiento, sino de productos que más de una vez nos hemos llevado a la boca. Imposible reprimir una mueca de asco retrospectivo al enterarnos y preguntarnos con prevención qué otras porquerías estaremos masticando.

Yo estoy empezando a claudicar y a pensar que (casi) es mejor no saberlo. De hecho, creo que hace tiempo la mayoría optamos por esta suerte de ignorancia voluntaria respecto al condumio. Aplicamos el “ojos que no ven”, o lo que es lo mismo, el “ojos que no quieren ver”, y preferimos borrar de nuestra mente que algún día nos explicaron cómo se hace el delicioso paté o a qué martirios someten a las pobres Caponatas que nos surten del socorrido par de huevos para el almuerzo. Aventurarse a la lectura de las listas de ingredientes en letra pulga de los envases es reunir boletos para pasar un mal rato. Lo más leve que te puede ocurrir es comprobar —soy testigo— que las guindillas vascas de una marca que lleva un par de Tx (*) en su nombre proceden de China.

¿Y qué tal recurrir a proveedores de confianza que solo trabajan con materia prima conocida? Es, desde luego, una opción. Pero aparte de que no es oro todo lo que reluce -¡la de mermeladas artesanas que son industriales!-, nos encontramos con el pequeño problema del precio. Ese supuesto poquito más es un potosí para buena parte de los bolsillos.

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(*) ACLARACIÓN: La marca a la que hago alusión no tiene dos sino una Tx. Se trata de unas guindillas envasadas en La Rioja y, como digo, de procedencia china, de un sabor y una textura manifiestamente mejorables. Es importante que nadie piense que se trata de otra marca que sí lleva dos Tx en el nombre y que, además de cumplir rigurosamente con las normas de Eusko Label, son exquisitas. Nada más lejos de mi intención que perjudicar a quienes hacen las cosas bien. (J.V.)

Pan con hostias

Aquel Abundio, célebre por haber quedado segundo en una carrera contra sí mismo y por vender el coche para comprar gasolina, acaba de ser superado. Como al personal se le ha bajado por pelotas la fiebre consumista y se lo piensa cuatro veces antes de echar mano al bolsillo tieso, los asadores de manteca de Moncloa han decidido que la solución para que vuelva el despendole manirroto con su versión cañí del “give me two” es darle un arreón a los precios.

Por decirlo todo, es cierto que en los últimos años hemos dado muestras de ser lo suficientemente gilipollas como para que esa lógica —o sea, esa ilógica— no resulte tan descabellada. Les puedo presentar a unos cuantos que despreciaban en la charcutería del barrio la misma paletilla perruna de tres euros que compraban por quince en la vieja tienda de la esquina rebautizada como Delicatessen. Pero, una vez que no solamente le hemos visto las orejas al lobo sino que tenemos la huella de sus fauces en el nalgamen, van quedando menos chulitos de esos. Han regresado frente al mostrador de Manolo y en no pocos casos, para agenciarse mortadela cortada como papel de fumar.

Sospecho, pues, que por ahí no les van a salir las cuentas a las lecheras marianas. Y si lo que esperan es que el anhelado aumento de recaudación venga de las facturas de los sufridos autónomos, van dados. Si hasta ahora había que tener una conciencia cívica rayana en la santidad para no ceder a la tentación de despistar el IVA en las actividades que jamás olerá un inspector, el nuevo apretón de clavijas es una invitación en toda regla a pasárselo por el arco del triunfo. Al tiempo.

En cualquier caso, de este pan elaborado con unas hostias me queda un aprendizaje que les comparto. Cuando el PSOE subió el IVA, el PP montó la de San Quintín. Ahora que el PP hace vergonzosamente lo que dijo que no haría, es el PSOE el que echa espumarajos y toca a rebato. Y lo llaman política.