Ciertas penurias

Desde que una profesora de la que guardo un gratísimo recuerdo nos mandó leer Duelo en el paraíso en segundo de bachillerato, tengo a Juan Goytisolo en la mejor de las consideraciones. Otra cosa es que no llegara a captar, indudablemente por mi culpa, la esencia de esa novela ni de la mayoría de los trabajos suyos que fui leyendo con el tiempo. Mi incapacidad no es obstáculo para reconocer su lugar entre los más grandes de la literatura contemporánea en castellano. Lo anoto de saque, cual venda antes de recibir la herida, para que no se vea en las siguientes líneas nada parecido a una crítica o falta de respeto póstumas.

El caso es que, una semana después de su muerte, El País desveló que se trató de una elección consciente, motivada, en buena medida, por su mala situación económica. “Goytisolo en su amargo final”, amarilleaba una gotita el titular principal, que venía complementado por un sumario explicativo que no le iba a la zaga: “La imposibilidad de escribir y la necesidad de dinero para costear los estudios de sus ahijados deprimieron al escritor”. Impactado por ese par de directos al hígado, imaginando una pobreza de solemnidad como las que describían Dickens o Galdós, el lector buscaba confirmación en el texto del más que notable periodista Francisco Peregil. Y aunque ese pretendía ser el tono, se contaba que El País le pagaba 3.000 euros mensuales aunque no enviase nada, que el Instituto Cervantes le procuró conferencias o que, poco menos, se le concedió el Premio Cervantes por caridad, con una dotación de 125.000 euros. Simplemente, sumen, comparen y decidan si hablamos o no de penuria.

Compraventa de bebés

Maternidad subrogada, alguna certeza y no pocas dudas. La inmediata, respecto al motivo por el que, casi de repente, se ha empezado a hablar de la cuestión desayuno, comida y cena. Apenas ayer era material para telefilm de sobremesa dominical o extravagancia de cuatro parejas con pasta de por ahí. ¿Por qué justamente ahora se nos viene encima con la apariencia de debate sobre no se sabe qué derecho?

Sí, derecho, otro más de esos manufacturados al gusto del pensamiento fetén para quedar de vanguardia del quince al reivindicarlo con la rotundidad con que en otros tiempos se exigía pan, trabajo y libertad. Y la cosa es que al primer bote casi cuela. Nos preguntan a bocajarro, y nos sale el instinto cobardón para que no se diga que no llevamos a la orden los certificados reglamentarios de progresía o que se nos ha parado el calendario en el pleistoceno. Que si es un asunto de mucho calado, que si todo es respetable, que si…

Confieso que anduve en esas, pero ya no. Ahora mismo tengo claro que el tal derecho es, en plata, la mercantilización pura y dura de la reproducción humana. Bebés convertidos en productos de consumo solo para quienes pueden permitírselo. Al otro lado, mujeres reducidas a suministradoras de criaturas para cumplir los deseos —¿o van a ser los caprichos?— de los que consiguen lo que sea a golpe de chequera. Y en más de un caso, todavía tienen el desahogo de hacerse los ofendidos y corregir al personal cuando se habla de vientres de alquiler, expresión no solo más popular sino más ajustada de esta práctica que ni siquiera es nueva. La compraventa de chiquillos viene, por desgracia, de muy atrás.