¿Qué comemos?

De tanto en tanto, volvemos a recordar que lo que nos llevamos a la boca puede mandarnos a la tumba. Suele ocurrir, sin embargo, que cuando cesa la torrentera mediática con los pelos y señales de cada caso, se nos pasa el susto y volvemos a embarcarnos en la ruleta rusa alimentaria como si tal cosa. No es casualidad que uno de los refranes de cabecera siga siendo el que asegura —¡fatalmente!— que lo que no mata engorda. Y, como dosis de reafirmación, la tremebunda sentencia para conjurar las dudas ante una mayonesa con pinta de cicuta o unos mejillones que llevan tres semanas en el frigorífico: “¡Malo será…!”

Eso, en lo que toca a las y los consumidores, que aunque vamos aprendiendo a leer etiquetas y a fijarnos en la fecha de caducidad, todavía fiamos más nuestra salud al ángel de la guarda o la Diosa Fortuna que a nuestro buen criterio. En cuanto a la administración, o sea, a las administraciones, ídem de lienzo o casi. Sería injusto decir que no hay controles o que los establecidos fallan como escopetas de feria. Sin embargo, se echa de menos media docena de medidas de carril, como la obligatoriedad de consignar el origen del producto sin dar lugar a confusiones o la prohibición expresa de engañar en los envases con mandangas como “sano”, “ecológico” o “fuente de fibra”. Y aquí es donde nos encontramos con las que de verdad podrían evitar bastantes de los fraudes y, más importante que eso, de los atentados contra nuestra salud, es decir, las empresas productoras y distribuidoras. ¿Están por la labor? Diría que una buena parte de ellas, sí. Otras, me temo, seguirán jugando con nuestra salud… si les dejamos.

Comer y callar

Como los pantalones de pata de elefante o la botas con flecos, las alarmas alimentarias van por modas. Cuando pensabas que eran cosa del pasado, vuelven y, además, con fuerza inusitada. Ahora estamos en una de esas trombas recurrentes. No pasa un día sin que nos cuenten que tal o cual firma han tenido que retirar del mercado unas hamburguesas, unos tortellini o una tarta de chocolate porque se ha descubierto que contenían algo que no debía estar ahí, desde carne de caballo a, con perdón, mierda. Y lo peor es que no suele tratarse de preparados exóticos de cuya existencia no teníamos conocimiento, sino de productos que más de una vez nos hemos llevado a la boca. Imposible reprimir una mueca de asco retrospectivo al enterarnos y preguntarnos con prevención qué otras porquerías estaremos masticando.

Yo estoy empezando a claudicar y a pensar que (casi) es mejor no saberlo. De hecho, creo que hace tiempo la mayoría optamos por esta suerte de ignorancia voluntaria respecto al condumio. Aplicamos el “ojos que no ven”, o lo que es lo mismo, el “ojos que no quieren ver”, y preferimos borrar de nuestra mente que algún día nos explicaron cómo se hace el delicioso paté o a qué martirios someten a las pobres Caponatas que nos surten del socorrido par de huevos para el almuerzo. Aventurarse a la lectura de las listas de ingredientes en letra pulga de los envases es reunir boletos para pasar un mal rato. Lo más leve que te puede ocurrir es comprobar —soy testigo— que las guindillas vascas de una marca que lleva un par de Tx (*) en su nombre proceden de China.

¿Y qué tal recurrir a proveedores de confianza que solo trabajan con materia prima conocida? Es, desde luego, una opción. Pero aparte de que no es oro todo lo que reluce -¡la de mermeladas artesanas que son industriales!-, nos encontramos con el pequeño problema del precio. Ese supuesto poquito más es un potosí para buena parte de los bolsillos.

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(*) ACLARACIÓN: La marca a la que hago alusión no tiene dos sino una Tx. Se trata de unas guindillas envasadas en La Rioja y, como digo, de procedencia china, de un sabor y una textura manifiestamente mejorables. Es importante que nadie piense que se trata de otra marca que sí lleva dos Tx en el nombre y que, además de cumplir rigurosamente con las normas de Eusko Label, son exquisitas. Nada más lejos de mi intención que perjudicar a quienes hacen las cosas bien. (J.V.)