Poner coto a los acaparadores

Al gobierno español no le llegan los dedos de los pies y de las manos para tapar las vías de agua. Una de las más pequeñas que parece haber cubierto es la que provocan los acaparadores compulsivos. En el trolebús de las últimas medidas a la desesperada se cuenta permitir a los comercios que, en circunstancias excepcionales, limiten el número de unidades de un determinado producto que los clientes pueden adquirir en una misma compra. Si se paran a pensarlo, es de una lógica apabullante y, en caso de que algo resultara sorprendente, sería el hecho de que tal cuestión de cajón de madera de pino no estuviera legislada hasta la fecha. Por lo visto, ni las lisérgicas escenas de carros hasta las cartolas de papel higiénico, cervezas o natillas de bote que vimos en los primeros meses de la pandemia habían puesto sobre la pista a las autoridades.

Así las cosas, cuando la invasión de Ucrania hizo volver a las andadas a los arrampladores de estantes, tuvieron que ser las propias cadenas de distribución las que intentasen pararles los pies restringiendo las ventas de las mercancías que eran objeto de codicia desmedida. No se me va a olvidar que las primeras que saltaron contra esta decisión fueron las autoproclamadas organizaciones de defensa de los derechos de los consumidores. Según las beatíficas instituciones, el acopio de los egoístas que dejan a dos velas a sus congéneres y hace que se multipliquen los precios es un derecho inalienable, toquémonos las narices. Pero bien está lo que bien acaba, y esta vez procede aplaudir al gobierno que ha tenido que regular por ley uno de los principios más básicos de la solidaridad.

Carestía y desabastecimiento

No voy a poner en duda que la salvaje invasión de Ucrania por parte de Rusia conlleva, en su tercera derivada, efectos devastadores sobre la economía de los que estamos a cuatro mil kilómetros de la línea de fuego. Sin necesidad de tener un máster de los que le regalaban a Pablo Casado, se comprende perfectamente que suba el gas, el petróleo, la electricidad y, en efecto dominó, cualquier otro producto cuya elaboración y distribución se ven afectadas por tales subidas. Igualmente, me da la sesera para entender que, puesto que el territorio castigado es el origen de una parte importante de varios de los productos agrícolas que consumimos en este trocito del mapa europeo, vayamos a tener problemas de suministro y, en consecuencia, su precio se encarezca. En palabras del inefable Rodrigo Rato, “es el mercado, amigo”.

Pero lo que ya no cuela es que apenas un segundo después de la caída de la primera bomba, los productos que ya estaban en los almacenes de los supermercados duplicaran su precio, como ha ocurrido con el desaparecido de los lineales aceite de girasol, incluso el de producción española. Claro que también es verdad que hay que citar como factor fundamental de la carestía y el desabastecimiento la inmensa estupidez y el aún mayor borreguismo de muchos de nuestros congéneres que se han lanzado a acaparar botellas que, para cuando vayan a consumirlas, estarán echadas a perder. Al final, es un ejemplo de libro de la profecía que se cumple a sí misma. El miedo a que no haya provoca, justamente, que no haya. Y los especuladores, pescadores de río revuelto, se frotan las manos.