Dos por ciento

Otro gran éxito de las luminarias marianas: en los seis meses que lleva en vigor, la amnistía fiscal ha conseguido rascar —tachán, tachán— poco más de cincuenta millones de euros. Eso es el 2 por ciento de lo que los contables pardos de Moncloa habían previsto recaudar en todo 2012 con esta medida que más que de gracia, es de descojono. Cierto que los peninsulares somos gentes de último minuto, pero no parece que en los cuatro meses que quedan hasta las uvas se produzca una montonera de arrepentidos que apoquinen los 2.450 millones que restan para cumplir el objetivo. Adivinen de dónde saldrá el pastonazo que falte.

Seguramente quienes parieron esta idea y echaron las fantasiosas cuentas poseen un potosí de MBAs y postgrados en Economía por los chiringuitos académicos de mayor pedigrí planetario. Ahora, en lo que andan en sexta convocatoria es en conocimiento del alma humana. Hace falta ser primaveras cum laude para creer que la apelación al patriotismo ablandaría el bolsillo de los defraudadores a granel. Para estos tipos, su españolidad está cubierta con el reborde rojigualdo de los cuellos y las mangas de sus polos Lacoste. Igual que no les gusta mezclar el Chivas de 20 años con nada, tampoco les gusta contaminar su cartera con sentimientos nacionales. Aquí hay que citar a Marx: el capital no tiene patria.

Y luego hay una cuestión que va más allá de las banderas. ¿Por qué motivo iban a hacer un donativo voluntario del diez por ciento de sus fortunas cuando pueden tener hasta el último céntimo a salvo en el lugar y durante el tiempo que quieran? Cuesta mucho robarlo para ir por ahí regalándolo al primer pedigüeño gubernamental que extienda la mano y ponga ojitos suplicantes. Si lo quieren —así pensaría yo si fuera uno de ellos—, que vengan a por ello con las mismas armas con que ordeñan a la chusma que repta hasta fin de mes. Pero como eso no lo van a hacer, allá cuidados.

Pan con hostias

Aquel Abundio, célebre por haber quedado segundo en una carrera contra sí mismo y por vender el coche para comprar gasolina, acaba de ser superado. Como al personal se le ha bajado por pelotas la fiebre consumista y se lo piensa cuatro veces antes de echar mano al bolsillo tieso, los asadores de manteca de Moncloa han decidido que la solución para que vuelva el despendole manirroto con su versión cañí del “give me two” es darle un arreón a los precios.

Por decirlo todo, es cierto que en los últimos años hemos dado muestras de ser lo suficientemente gilipollas como para que esa lógica —o sea, esa ilógica— no resulte tan descabellada. Les puedo presentar a unos cuantos que despreciaban en la charcutería del barrio la misma paletilla perruna de tres euros que compraban por quince en la vieja tienda de la esquina rebautizada como Delicatessen. Pero, una vez que no solamente le hemos visto las orejas al lobo sino que tenemos la huella de sus fauces en el nalgamen, van quedando menos chulitos de esos. Han regresado frente al mostrador de Manolo y en no pocos casos, para agenciarse mortadela cortada como papel de fumar.

Sospecho, pues, que por ahí no les van a salir las cuentas a las lecheras marianas. Y si lo que esperan es que el anhelado aumento de recaudación venga de las facturas de los sufridos autónomos, van dados. Si hasta ahora había que tener una conciencia cívica rayana en la santidad para no ceder a la tentación de despistar el IVA en las actividades que jamás olerá un inspector, el nuevo apretón de clavijas es una invitación en toda regla a pasárselo por el arco del triunfo. Al tiempo.

En cualquier caso, de este pan elaborado con unas hostias me queda un aprendizaje que les comparto. Cuando el PSOE subió el IVA, el PP montó la de San Quintín. Ahora que el PP hace vergonzosamente lo que dijo que no haría, es el PSOE el que echa espumarajos y toca a rebato. Y lo llaman política.

Consumo selectivo

Con unas prisas y un triunfalismo que cantaban La Traviata, un medio de comunicación nada neutral en la guerra de las descargas echaba a volar las campanas el lunes. Según ululaba en lugar destacado de su portada digital, durante el primer fin de semana tras el cierre de ese antro de vicio y perdición que era Megaupload, a la peña le habían entrado unas ganas irrefrenables de ir al cine pagando. Tanto, que en Estados Unidos (donde, dicho sea de paso, lo de bajarse cosas no es una compulsión muy extendida) se había recaudado el triple que hace un año y en España la peli de Clooney había roto la pana, lo que se daba por síntoma de un subidón de escándalo.
Pronto las redes sociales, que son muy puñeteras, demostraron que esas cifras eran tan dignas de crédito como los presupuestos de la Comunidad Valenciana, por no citar otros más cercanos. Ayer los que miden en serio el furor cinéfilo terminaron de triturar la trola: en las taquillas de la piel de toro se recaudaron casi dos millones de euros menos que la semana anterior y cinco menos que hace exactamente un año. Un vivillo podía haber deducido, con la misma premura que los otros, que lo que hace daño de verdad al cine es chapar los abrevaderos gratuitos de farlopa audivisual, pero el bando pro-copieteo anduvo más prudente.
De este ruido sin nueces la única conclusión posible es, justamente, que es muy pronto para sacarlas. Habrá que ver unas cuantas tablas de ingresos antes de liarse a establecer causas-efectos de mesa camilla. Cortado el suministro, nadie sabe cómo se enfrentarán al monazo los enganchados al libre albedrío de archivos. Lo más probable es que, como ocurrió en el anterior fin del mundo —el cierre de Napster—, en unas semanas tengan listo un centro de abastos alternativo. A mi me encantaría, sin embargo, que se hiciera de la necesidad virtud y se probara de una vez el consumo selectivo. Eso sí cambiaría las cosas.