Las donaciones de Amancio

Palabra que no dispenso gran simpatía por Amancio Ortega. Ni antipatía, ojo, que hay sarampiones que tengo muy pasados a estas alturas de mi vida. Sí es verdad que le valoro, porque yo también sé por experiencia lo que es la necesidad, su condición de pobre casi de solemnidad en los primeros años de su vida. Y por supuesto, las horas y horas de curro que se pegó cuando solo era un tipo que quería salir adelante. Ahí les gana por goleada a su legión de odiadores, que amén de no haber madrugado un puñetero día de su vida, ni se imaginan qué es no saber si vas a cenar mañana.

Me divierte a la par que me encabrona que sean estos seres de mentón enhiesto los que vuelvan con la martingala chochiprogre de las actividades filantrópicas del gallego podrido de pasta. Versioneándose una vez más a sí mismos, los campeones de la rectitud moral reclaman que la sanidad pública no acepte sus donaciones de carísimas máquinas para el tratamiento del cáncer. Sostienen, en su infinita sapiencia prepotente, que lo que tiene que hacer el baranda de Inditex es pagar todos sus impuestos. Ocurre que al hacer la cuenta, les sale la de la lechera y le atribuyen a Ortega una elusión fiscal del recopón. Tan cabestros han sido, que el gabinete de comunicación del Midas de la ropa low cost lo ha tenido a huevo para rebatir la letanía. El imperio de Arteixo apoquinó a las arcas españolas 1.700 millones de euros en 2019. Seguramente mejorables, mantiene 50.000 empleos. ¿Beneficencia? Me quedo con lo que leí a una querida compañera que también sabe, desgraciadamente, de lo que habla: ojalá tantos multimillonarios del fútbol sigan su ejemplo.

Oenegés (2)

Agradezco los amables coscorrones de las buenas personas que estiman que me pasé con el vitriolo en la última columna sobre las organizaciones nada ejemplares que van por el mundo predicando la justicia y blablá. A esas y solo a esas iban dedicados mis desabridos dardos dialécticos. De hecho, la primera línea alertaba sobre lo inaceptable que resultan las generalizaciones. Y las que venían a continuación abundaban en la magnanimidad de las gentes que se entregan por convicción y verdadero altruismo. ¿Por qué algunos de estos seres admirables se dan por aludidos o sienten la necesidad de hacerme llegar en público y en privado cariñosas precisiones a mi texto?

Le daré una vuelta porque, de momento, se me escapa. Es más, me provoca cierta confusión mezclada con desazón ver los intentos de justificar —contextualizar se dice ahora, ya saben— lo que no tiene un pase. La respuesta de Oxfam en cualquiera de sus versiones nacionales, incluyendo la más cercana, parece calcada de la habitual cuando esta o aquella entidad son pilladas en renuncio. Las mismas monsergas que, por ejemplo, el PP o Volkswagen: “Es un caso aislado” (cuando han sido varios escándalos en cadena); “Esto demuestra que los controles funcionan” (cuando las prácticas se prolongan durante años); “Lo importante es la labor que hacemos” o, en el colmo del morro, “Hay poderosos intereses que buscan hacernos daño porque somos muy molestos para el Sistema”. Quizá cuele para quien siga sin ver —o sea, sin querer ver— que unas multinacionales hacen negocio especulando con, pongamos, el acero, y otras lo hacen con la injusticia y la desigualdad.

Oenegés

El primer mandamiento: no generalizarás. Empecemos por ahí. Sería una injusticia sobre otra injusticia que la capa de mugre que envuelve a determinadas organizaciones autoproclamadas benéficas se extendiera a entidades y personas que se lo curran a pulmón para tratar de hacer un mundo más llevadero. Entre la mejor gente que he conocido se cuentan hombres y mujeres que regalan su vida a causas que los tipos resabiados con barriga, como servidor, damos por perdidas. Conste en acta, pero conste también la recíproca. No pocos de los seres más abyectos que me he echado a la cara hacen profesión —literalmente— de la solidaridad, el buenrollismo y la santurronería. No imaginan la mala sangre que hago viendo a hijos de la gran chingada sin matices pasando por lo más de lo más de la denuncia social.

Por eso no me sorprende en absoluto que de tanto en tanto, como ocurre ahora, nos bajen una gota la venda y nos encontremos con que algunos de los predicadores del bien se dedican a hacer el mal a destajo. Al revés, lo que me extraña es que tras un quintal de escándalos a cada cual más hediondo, sigamos picando en los anzuelos que nos tienden estas mafias travestidas de cofradías filantrópicas. Les hablo, sí, de esos titulares gritones que nos regalan cada equis sobre desigualdades terroríficas, situaciones de exclusión del recopón, estadísticas escalofriantes de todo pelo que se sacan de la sobaquera o, en general, desabridas denuncias contra el mismo perverso capitalismo que subvenciona las juergas con putas de sus dirigentes. Piénsenlo la próxima vez que traten colarse no sé qué historieta sobre la miseria.

Los padres de Nadia

Oleadas de indignación contra los padres de la niña Nadia Nerea. Muy justo el cabreo ante un comportamiento repugnante sin matices. Pero si se fijan con atención, entre las costuras de las durísimas diatribas percibirán también una hipocresía monumental. La inmensa mayoría de los que más berrean por la estafa son exactamente los mismos que nos colaron la historia envuelta en la natillaza lacrimógena de costumbre. Valiente panda de fariseos, indecentes bomberos pirómanos, haciendo caja de pasta y ego a la ida y a la vuelta. Todo es bueno para el convento, la sensiblería de aluvión de los primeros reportajes y la rabia con moralina adosada de los últimos.

Señalo, sí, a los medios, pero con mayor irritación a ciertas personas concretas. Aquí y ahora me cisco en algunos de nuestros blogueros favoritos, siempre a favor de corriente, buscando el aplauso facilón. Y aún debo extender la lista a los que, al otro lado de la pantalla —el papel ya casi no pinta nada—, son (¿o somos?) cómplices necesarios de la existencia de circos nauseabundos como el que nos ocupa.

Jamás censuraré tener buen corazón ni actuar por el impulso de los más nobles sentimientos. Cuidado, sin embargo, con confundir la solidaridad con la beneficencia. Y más todavía, si el error nos lleva a creernos salvadores de la Humanidad (y de paso, darle un barrido a la conciencia) por haber ingresado 20 euros en una cuenta corriente. No olvidemos, por lo demás, que habitamos entre desaprensivos ni la brutal conclusión que acarrea este caso inmundo: la única verdad es que la niña padece tricotiodistrofia, una enfermedad hoy por hoy incurable.

¡Vivan los pobres!

Si no fuera porque hablamos de dramas, sería divertido comparar las diferentes cifras sobre pobreza que nos van sirviendo diferentes fuentes. Depende del rato, es un 20 por ciento de la población, un 25, un 30 o lo que se tercie. La última en orden de llegada, aportada por una institución absolutamente encomiable como es Cáritas, lo deja en algo más del 16 por ciento de los censados en los tres territorios de la demarcación autonómica. Redondeando, 130.000 personas, dato —porque para algunos eso es lo único que es, un puñetero dato— que fue acogido con muy mal disimuladas palmas y charangas por los componedores habituales de odas a la desigualdad.

¿Está diciendo, don columnero, que hay quien se alegra de que las cosas les vayan mal a sus congéneres? No exactamente. Creo, incluso, que lo que apunto es todavía peor. En realidad, a todos estos tipos a los que me refiero la pobreza se la trae al pairo, mayormente porque no corren el menor riesgo de sufrirla en sus propias carnes. Y como no es la primera vez que escribo, esa es la tragedia añadida para quienes de verdad han sido arrojados a la cuneta social: ni su penuria les pertenece.

Igual que casi todo lo demás, se la han arrebatado, en este caso, para convertirla en una suerte de género literario, en un Rhinospray para las cañerías de las conciencias de pitiminí, o en lo uno y lo otro a un tiempo. Se diría que la función de los pobres en una sociedad perfectamente ordenada es seguir siéndolo —o serlo un poco más— para garantizar un caudal suficiente de tibia indignación, beneficencia travestida de solidaridad o, en definitiva, jodida hipocresía.

A quién ayudar

Si no conocen un programa de la televisión pública española llamado Entre todos, no se pierden nada. Al contrario, diría incluso que salen ganando con su ignorancia y les animo a persistir en ella. Ojos que no ven, ya saben. Yo ya no estoy a tiempo de regresar a mi virginal inopia. Por circunstancias personales, amén de dolorosas, largas de explicar, me toca asistir con cierta frecuencia a ese artefacto catódico que me deja un humor sombrío (más todavía) y el cuerpo para el arrastre. Hay que tener el alma de hielo o llamarse Rodrigo Rato para salir indemne del espeluznante desfile de desgracias que en cosa de dos horas y pico se vierten, cual aceite hirviendo desde una almena, sobre la retina de los espectadores.

Efectivamente, como estarán imaginando o habrán oído, la cosa va de reclutar víctimas de tremebundos infortunios, exhibirlas con arreglo a una escaleta para provocar la compasión de la audiencia y llegar a un final más o menos feliz cuando se ha recaudado la cantidad en la que se ha tasado que la desdicha ya no lo es. No es un formato novedoso, que digamos. A los que tengan unos años les evocará aquel Ustedes son formidables, conducido por Alberto Oliveras en la Ser, pero no deja de ser la misma receta que la de los telemaratones que nos irán cayendo de aquí a un mes, aprovechando la eclosión sentimentaloide que acompaña a la Navidad.

Llegado a este punto, debería entrar a matar y terminar de poner de vuelta y media esta espectacularización del dolor diciendo, por ejemplo, que prostituye la genuina solidaridad en caridad. No lo haré, porque tendría que extender la diatriba a los conciertos, partidos de fútbol y hasta campeonatos de mus benéficos. Y a las recogidas de tapones de plástico y las rifas vecinales para echar una mano a un semejante al que le pintan bastos. Cedo el látigo al progrerío fetén, que por lo que veo, decide a quién, cómo y cuándo ayudar. O no hacerlo.