Justos y pecadores

Buena parte de la esencia de la política actual está explicada en uno de los pasajes más conocidos de El Lazarillo de Tormes. Compartiendo un racimo de uvas regalado por un vendimiador y pese a que se había establecido el pacto de que las comerían de una en una, el amo ciego empezó a tomar dos cada vez. En lugar de montarle la barrila, el práctico sirviente optó por callar y aprovechar su ventaja visual para coger los frutos de tres en tres. El otro, que no era tonto, se había dado cuenta de la treta y, terminado el festín, se lo hizo saber al pícaro. Pero no lo corrió a varazos por ello. De hecho, para el golfillo fue una especie de felicitación, tal y como lo relata: “Reíme entre mí, y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego”.

Igual que en ese episodio, y por más códigos de buenas prácticas o leyes de Transparencia a que se acojan de boquilla, una cantidad creciente de presuntos servidores públicos se dan al trile y al mangoneo, sabiendo que sus prójimos no los van a delatar. Hoy por ti, mañana —o dentro de un rato— por mi. Ningún hilo más fuerte que el silencio comprensivo para tejer complicidades. También en la acepción jurídica de la palabra, adviértase.

Escribo estas líneas con plena conciencia de la más que probable indignación que estarán causando en los no pocos políticos y políticas que me consta que visitan esta columna. Reconozco, en efecto, que está en mi ánimo sulfurarles una gotita. Lo hago precisamente porque tengo la convicción de que la mayoría son personas honradas a las que su vocación les da quebraderos de cabeza que no reciben premio alguno en la cuenta corriente. Toman las uvas de a una y, si se tercia, son capaces hasta de pasar su turno. ¿Dónde está, entonces, el pecado? Pues justo donde reside la penitencia: en que se quedan mudos ante aquellos de su partido que se las llevan a puñados. O, peor aún, los justifican y defienden.