Cospedal (re)niega

Como bien saben los casanovas entrenados y las abejas de polinización múltiple, en la tesitura de ser pillado in fraganti, no hay ninguna salida mejor que negar la evidencia. Descartado de saque el noble reconocimiento de la falta y la aceptación de sus consecuencias, primero hay que probar con “Esto no es lo que parece” o “Cariño, puedo explicártelo todo”. En ocasiones —así de mendrugos somos los humanos— hasta cuela, pero si no es el caso por culpa de la reiteración u otra circunstancia concurrente, se hace imprescindible encomendarse a Judas y jugar la última carta, que es la del no, no, no y mil veces no.

Adviértase que el único modo de que surta algún efecto es poner todos los sentidos en ello. De poco sirve una actuación de aliño o lloriquear a lo Boabdil. Tiene que ser una función completa, que alterne sin transición las caras de muy mala hostia con sonrisas beatíficas y los golpes de pecho con unos cuantos mohínes y una dosis medida de cucamonas. Ahora bulldog, ahora chihuahua. Suavidad de terciopelo en guante de hierro y viceversa. Es vital pasar en un segundo de ofensor a ofendido. Conjura, maquinación, complot, mano negra, maniobra orquestada, vil confabulación. Que parezca a cualquier precio que son las malvadas liebres las que se arrojan ruinmente contra las inocentes escopetas. Que parezca, en el mismo viaje, que se tiene la casa como los chorros del oro y que el cante a chotuno de los cadáveres en el armario es agua de rosas. Y como remate indispensable, una buena ristra de amenazas. Pleitos, querellas, denuncias, litigios a granel contra cada hijo de vecino que se atreva siquiera a albergar una sospecha infinitesimal. A ver quién tiene más huevos o mejores abogados.

Tal que así se empleó ayer María Dolores de Cospedal en una comparecencia de antología. Lo dio todo, absolutamente todo, sobre el atril. Lástima que no convenciera ni a los más cándidos del lugar.

Las raíces del mal

Los 22 millones en una cuenta Suiza, los áticos comprados en oscuro, la pasarela de las poltronas a los consejos de administración, el enchufe de parientes hasta quinto grado de consanguinidad y todas las demás prácticas de la gama marrón son solo la parte visible —cuando llegamos a verla, claro— de la corrupción política. De poco sirve que de tanto en tanto contemplemos a alguno de los mangantes sometidos a pena real o de telediario. Como dice el mito sobre las canas, por cada afanador que se arranca salen diez de estreno, con el know-how del trinque mejorado gracias al escarmiento en carne ajena y a que las ciencias del choriceo adelantan una barbaridad. A lo más que podemos aspirar es a renovar el elenco de sirleros de guante blanco. Ayer Juan Guerra, Roldán o Urralburu; hoy, Matas, Bárcenas o Urdangarín. Sobres y maletines, complementos que nunca pasan de moda.

¿Qué, otra columna cínica y depresiva, Vizcaíno? No es tal la intención, lo prometo. Solo pretendo que, además de a la hojarasca, miremos al suelo. Más abajo en realidad: al subsuelo, que es donde están profundamente enterradas las raíces del árbol del mal. El pecado original (exprimamos la metáfora) reside exactamente ahí, en la cota en que nosotros, ilusos mortales, creemos que se asientan los cimientos de la democracia. Llamémosle voto, eso que cada equis depositamos en una urna creyendo que es un aval para que nos solucionen los problemas y nos construyan el futuro de acuerdo con una ideología o unos principios que más o menos compartimos.

Ocurre que, una vez contadas, las papeletas se canjean por parcelas de poder. El premio gordo es el Gobierno, pero si se saben jugar las cartas y ayuda la aritmética, la oposición también es un capitalito, como puede atestiguar Maneiro. En ese punto pasamos a ser figurantes de una versión edulcorada del despotismo ilustrado de toda la vida. Y entonces, la corrupción germina y florece.

Justos y pecadores

Buena parte de la esencia de la política actual está explicada en uno de los pasajes más conocidos de El Lazarillo de Tormes. Compartiendo un racimo de uvas regalado por un vendimiador y pese a que se había establecido el pacto de que las comerían de una en una, el amo ciego empezó a tomar dos cada vez. En lugar de montarle la barrila, el práctico sirviente optó por callar y aprovechar su ventaja visual para coger los frutos de tres en tres. El otro, que no era tonto, se había dado cuenta de la treta y, terminado el festín, se lo hizo saber al pícaro. Pero no lo corrió a varazos por ello. De hecho, para el golfillo fue una especie de felicitación, tal y como lo relata: “Reíme entre mí, y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego”.

Igual que en ese episodio, y por más códigos de buenas prácticas o leyes de Transparencia a que se acojan de boquilla, una cantidad creciente de presuntos servidores públicos se dan al trile y al mangoneo, sabiendo que sus prójimos no los van a delatar. Hoy por ti, mañana —o dentro de un rato— por mi. Ningún hilo más fuerte que el silencio comprensivo para tejer complicidades. También en la acepción jurídica de la palabra, adviértase.

Escribo estas líneas con plena conciencia de la más que probable indignación que estarán causando en los no pocos políticos y políticas que me consta que visitan esta columna. Reconozco, en efecto, que está en mi ánimo sulfurarles una gotita. Lo hago precisamente porque tengo la convicción de que la mayoría son personas honradas a las que su vocación les da quebraderos de cabeza que no reciben premio alguno en la cuenta corriente. Toman las uvas de a una y, si se tercia, son capaces hasta de pasar su turno. ¿Dónde está, entonces, el pecado? Pues justo donde reside la penitencia: en que se quedan mudos ante aquellos de su partido que se las llevan a puñados. O, peor aún, los justifican y defienden.

Ilícito, pero menos

Quienes van peinando canas o abrillantando calvas recordarán lo que en su día —principios de los noventa— se llamó Caso Naseiro. Se trataba de una trama para la financiación irregular del Partido Popular. El fallecido Juan Mari Bandrés se dejó la piel para que el pestilente asunto llegara al Tribunal Supremo, lo que finalmente ocurrió… aunque no sirvió de nada. Se habían reunido decenas de evidencias, a cada cual más escandalosa. Entre ellas, por ejemplo, la célebre conversación telefónica en la que el entonces presidente de la Diputación de Valencia, Vicente Sanz, le decía a Eduardo Zaplana que estaba en política para forrarse y el otro le reía la gracia. Quedó palmariamente claro que hubo una riada de actos ilícitos. Sin embargo, los de la toga decretaron que algunas de las pruebas se habían obtenido irregularmente y archivaron el asunto. Lo más indignante fue que los acusados, que habían quedado retratados sin lugar a dudas, vendieron la moto de que la Justicia les había dado la razón.

He traído aquí este asunto un tanto viejuno porque con su desenlace aprendí el mecanismo de este sonajero llamado Estado de Derecho para las cuestiones de corrupción política. El resumen de la lección es que da absolutamente igual el tamaño de la tropelía que se cometa. Aunque cante y huela en estéreo, siempre habrá un apartado del código penal, de la ley de tal o del reglamento de cual al que puedan acogerse los trapisondistas, que no sólo se van de rositas, sino que de propina, se hacen los ofendidos. Con la venia, o sea, la anuencia de jueces y fiscales, claro.

En esta línea, a cuenta de las primeras entregas del Cuñado-Gate, nos acabamos de enterar de que si se pufea a Hacienda menos de 120.000 euros anuales (a ver quién puede), no se incurre en fraude fiscal. Si te pillan —sólo si te pillan—, pagas la sanción, pero podrás gritarle al mundo que no has cometido ningún delito. Tan ricamente.