Mociones rubalcávidas

La ayuda más valiosa que ha recibido Rajoy en medio de la tormenta barcenosa no es la de esa prensa succionadora con la que amaña preguntas y que le saca bajo palio en las portadas. Tales sostenes van de serie en la cadena de favores y se facturan de acuerdo a la tarifa vigente en la entidad diestra de socorros mutuos. El verdadero cable de salvación que le ha llegado al atribulado pontevedrés en esta hora de congojas y aflicciones es el que le ha lanzado —gratis et amore, hay que joderse— su presunto antagonista y animal político a punto de taxidermia, Alfredo Pérez Rubalcaba. Una señora moción de censura de toma pan y moja, que en el enunciado inicial puede sonar a putada, pero que en su traslación práctica supone la oportunidad de emerger de las cenizas, voltear la tortilla y, de propina, dejarle la badana al rojo vivo al generoso de Solares.

Ni los más viejos del lugar recuerdan una cantada así. Tienes al rival contra las cuerdas y en lugar de seguir castigándole el hígado hasta que lo eche a pedazos por la boca, le regalas un bidón de árnica y le sacas brillo al trozo de ring donde te dejará hecho fosfatina. ¿O es que no se acuerda el menguante líder (ejem) socialista de la tunda que se llevó en el último debate del estado de la nación? También entonces Mariano comparecía en condición de semicadáver y salió de la lid, sino como gigante, sí como el menos malo de los contendientes. Pues en una moción de censura, el ridículo puede ser mayor. Primero, porque gracias a su rodillo King Size, el PP la puede ganar sin bajarse del autobús y, poniéndose muy chulo, sin que el presidente cuestionado haga acto de presencia. Y segundo, porque el resto de los grupos de la oposición no le van a apoyar como alternativa ni hartos de gintonics subvencionados del tasco del Congreso. Suerte, si algunos de los de su bancada que empiezan a estar hartos de tanto desbarre mantienen la disciplina de voto.

El asco que nos da

No debería ser una imagen más, una de las tantas que nos sulfuran durante un ratito antes de pasar al archivo de agravios sin esperanza de vendetta. Ese dedo enhiesto de Luis el cabrón —qué corto se quedó quien lo bautizó así— con jersey color nazareno a la vuelta de su garbeo chulesco por Canadá no puede irse de rositas a la desmemoria ni ser amortizado por cuatro exabruptos de mero trámite. Si la indignación y la rabia que se proclaman por las esquinas son media migaja auténticas y no un pataleo de párvulos contrariados, tendríamos que grabarnos a fuego en las retinas la peineta y usarla como espuela para azuzar la conciencia. Es decir, las conciencias, porque aunque se ha titulado con una benevolencia de manda narices que el gesto iba dedicado a la prensa que le aguardaba en el aeropuerto, canta la Traviata que los destinatarios de la gañanada somos todos los integrantes del censo. Por eso mismo, la respuesta a la monumental faltada del zurullo engominado nos compete también del primero al último contribuyente.

Ya, ¿y cómo? Pues ahí entran el libre albedrío y la mayoría de edad individual y social que se nos suponen. No seré yo tan incauto de dejar negro sobre blanco y al lado de mi firma las ideas que se me ocurren porque algo me dice que, curiosamente, los de las togas cuasi cómplices no tendrían conmigo las contemplaciones que están gastando —¿por qué?— con el infecto tipejo que nos regala saludos digitales desde la cima de su impunidad. Aclaro, en evitación de líos mayores, que descarto, por principios pero también por ineficacia, la violencia física. Ya que parece que vamos a tardar en verlo a la sombra y que, aunque lo viéramos, no perdería un céntimo de marronáceo patrimonio, el objetivo último sería que, sin necesidad de tocarle una cana, el despreciable individuo llegara a hacerse una idea regular del asco que nos da. Que se sepa un apestado y que verdaderamente lo sea.

Interés decreciente

Si el caso Bárcenas fuera un serial televisivo, alguien debería pegar un toque a los guionistas. La trama argumental ha llegado a uno de esos puntos de difícil seguimiento para el espectador medio y, peor que eso, ha perdido intensidad dramática. Quizá es que la historia empezó demasiado arriba. Después del Jabugo narrativo de los sobres y los nombres de notables próceres —incluido el del sheriff del reino— anotados junto a cantidades de cuatro y cinco cifras, era inevitable que nos parecieran paletilla de recebo el resto de ingredientes que se nos han sido sirviendo. No es que sean asuntos menores la aparición de más cuentas en Suiza, las fotos de las impúdicas cuchipandas que sigue pegándose el del abrigo de cuello de terciopelo o la tremebunda revelación de que el PP mantenía (o mantiene, ojo) en nómina a Luis el cabrón mientras juraba lo contrario, pero esperábamos algo más. Lo ideal, ver a algún trajeado salir con esposas de un furgón policial o, bajando el listón, un par de dimisiones y media docena de expulsiones fulminantes de la casa del Gran Hermano mariano. Sin esos golpes de efecto, la tensión languidece por momentos y se hace un mundo seguir prestando atención a la pantalla hasta que definitivamente se opta por cambiar de canal.

No nos engañemos: ese es exactamente el objetivo. Porque aunque por hábito tendamos ya inexorablemente a consumir la actualidad como si fuera un producto de ficción, el caso Bárcenas no es el hipotético teleserial que mencionaba en la primera línea de la columna. Para nuestra desgracia, es realidad contante, sonante, sonrojante… y muy peligrosa, no ya para el partido al que le ha salido la vía de agua, sino para todo el entramado de intereses inconfesables que hay alrededor. Por eso no hay que dar ningún toque a los guionistas sino felicitarlos calurosamente. A fuerza de marear la perdiz, han conseguido desinteresarnos. De eso se trataba.

Partido Popular S.L.

Un clásico del instinto de supervivencia estudiantil: en el examen de Filosofía te preguntaban por las características del ser según Parménides y como no tenías ni pajolera idea, colabas la teoría del alma de Platón, que era el único tema que te habías empollado medio bien. Solo funcionaba si el cátedro o la cátedra eran de los que corregían a peso, pero no habiendo mejor alternativa que firmar y entregar en blanco, merecía la pena jugársela. Veo que en el PP pervive ese espíritu de alumno picaruelo. Cuando anunció a todo trapo que en un alarde de transparencia sin parangón mostraría públicamente sus cuentas, todos dimos por hecho que se refería a las del periodo manchado de sospecha por la presunta tinta del calamar Bárcenas, esto es, los años que van desde 1993 a 2008. Hete aquí, sin embargo, que el striptease contable se ha reducido a los ejercicios inmediatamente posteriores. En lugar de disipar dudas sobre la pulcritud de los balances, lo que han conseguido los sabios de la comunicación gaviotil es triplicar los motivos para la suspicacia. El destape parcial huele a confesión de parte que es un primor.

Por lo demás, los cuatro tristes folios mostrados —uno por año, qué ejemplo de concisión— y a pesar de la tonelada de maquillaje que llevan, tampoco mejoran mucho la imagen del partido genovés. ¿Partido? Más que de una formación política, se diría que los números son los de una sociedad mercantil. Una muy boyante, por cierto, capaz de bandearse en la crisis más brutal que se recuerda en decenios como quien navega con una agradable brisa en el costado. Casi treinta millones de euros de beneficio y un aumento en sueldos del 25 por ciento. No está mal para un negocio que tiene como actividad principal recortar los derechos y las condiciones de vida de los demás.

Y de propina, al presidente del emporio PP S.L. le sale a devolver un pastón en la declaración de la renta de 2010.

Eu non fun

A Rajoy se le está poniendo cara de Nixon. Bueno, cara, y todo lo demás, que empieza a ser causa de asombro galáctico la maña que se da el registrador de la propiedad —parecía parvo cuando lo compramos— en la imitación de aquel trilero expelido a patadas de la Casa Blanca. Hay que ver, sin ir más lejos, de qué indelicada manera nos llamó gilipollas sin mudar el gesto en el monólogo de chicha y nabo que nos largó ayer desde la guarida central de los (presuntos) sobrecogedores. Nos mintió mirándonos a los ojos, que es habilidad reservada a los grandes canallas y, además de eso, el billete de ida sin vuelta a la desconfianza eterna. Si no resultaba fácil creerle hasta ahora, en lo sucesivo cada felipillo que salga de su boca será heraldo de una mentira. Por sistema, cuando nos diga que llueve, sospecharemos que se nos está meando encima.

No es que uno esperase de la tardía comparecencia un discurso de estadista o una de esas arengas que dejan ojos humedecidos y pelos como escarpias. Ya se sabe que Rajoy no es Churchill, ni siquiera Bielsa. Pero ni en el augurio más pesimista pensaba que nos iba a salir con el chiste autoparódico del gallego que por las noches mete un palmo las marcas de sus tierras en las del vecino y por las mañanas se pasea por la aldea diciendo “Eu non sei, eu non fun”.

¿Chapoteando sobre la inmundicia pestilente e inocultable, todo lo que nos tiene que decir es que estamos sufriendo una alucinación colectiva? ¿Que se trata de un embeleco creado por un malvado hechicero que le quiere mal? ¿Que cuando veamos las inmaculadas declaraciones de la renta de la cuerda de tipejos retratados en la caligrafía de Luis el Cabrón vamos a caer de rodillas implorando perdón por haber pensado mal? Iba a preguntar, por resumir, por quién nos toma, pero aparte de que ha quedado bastante claro, confieso que no me atrevo. Es posible que esté en lo cierto y que eso lo explique todo.

Cospedal (re)niega

Como bien saben los casanovas entrenados y las abejas de polinización múltiple, en la tesitura de ser pillado in fraganti, no hay ninguna salida mejor que negar la evidencia. Descartado de saque el noble reconocimiento de la falta y la aceptación de sus consecuencias, primero hay que probar con “Esto no es lo que parece” o “Cariño, puedo explicártelo todo”. En ocasiones —así de mendrugos somos los humanos— hasta cuela, pero si no es el caso por culpa de la reiteración u otra circunstancia concurrente, se hace imprescindible encomendarse a Judas y jugar la última carta, que es la del no, no, no y mil veces no.

Adviértase que el único modo de que surta algún efecto es poner todos los sentidos en ello. De poco sirve una actuación de aliño o lloriquear a lo Boabdil. Tiene que ser una función completa, que alterne sin transición las caras de muy mala hostia con sonrisas beatíficas y los golpes de pecho con unos cuantos mohínes y una dosis medida de cucamonas. Ahora bulldog, ahora chihuahua. Suavidad de terciopelo en guante de hierro y viceversa. Es vital pasar en un segundo de ofensor a ofendido. Conjura, maquinación, complot, mano negra, maniobra orquestada, vil confabulación. Que parezca a cualquier precio que son las malvadas liebres las que se arrojan ruinmente contra las inocentes escopetas. Que parezca, en el mismo viaje, que se tiene la casa como los chorros del oro y que el cante a chotuno de los cadáveres en el armario es agua de rosas. Y como remate indispensable, una buena ristra de amenazas. Pleitos, querellas, denuncias, litigios a granel contra cada hijo de vecino que se atreva siquiera a albergar una sospecha infinitesimal. A ver quién tiene más huevos o mejores abogados.

Tal que así se empleó ayer María Dolores de Cospedal en una comparecencia de antología. Lo dio todo, absolutamente todo, sobre el atril. Lástima que no convenciera ni a los más cándidos del lugar.

Tirar de argumentario

No todo va a ser encabronarse. Hasta a las situaciones que provocan mala sangre y peor bilis se les puede encontrar un par de aristas cómicas como desfogue. En el caso del aguacero de ponzoña que se ha desatado sobre el PP, uno de esos divertimentos colaterales consiste en descubrir la consigna de la jornada. Ya desde la primera mañana en que Pedro Jota abrió la espita admonitoria, salieron del paritorio de mantras de la calle Génova un par de folios con las pildoritas que los peperos debían introducir en su discurso defensivo. Como no se le pueden poner puertas al campo y menos a internet, las papelas con el logo de la gaviota, en principio destinadas al consumo exclusivamente interno, circularon a tutiplén para regocijo y/o vergüenza ajena del personal. Tiene bemoles que a mujeres y hombres hechos y derechos les tengan que poner por escrito que reciten, por ejemplo, lo siguiente: “El PP supo la existencia de estas noticias al mismo tiempo que los medios de comunicación”. Toma alarde de creatividad.

El resto de los despejes a córner del decálogo son de parecido pelo y nos las han ido machacando en sus parraplas más o menos atribuladas portavoces de toda graduación del partido señalado, desde Rajoy en persona al último concejal de parques y jardines con carné. Eso sí, con una cierta metodología y de acuerdo con los pitidos de un silbato que cada día ha ido indicando en qué martingala había que concentrarse. Piiiiií: Bárcenas se dio de baja como militante. Piiiiií: somos tan transparentes que vamos a encargar una auditoria externa y una investigación de puertas adentro. Piiiiií: preguntar por los sobres es una ofensa inadmisible. Piiiiií: El PSOE también tiene mucho que explicar.

La letanía ahora mismo vigente es una especie de resumen y corolario de todas las demás. Sostiene que es injusto generalizar y que la mayoría de los políticos son honrados. Y nosotros, queriendo creerlo.