Huida de Génova, 13

Adiós a Génova, 13 del Percebe. Lo ha anunciado el desnortado y cada vez más autocaricaturesco Pablo Casado. “No podemos seguir en un edificio cuya reforma se está investigando”, ha lanzado al aire en lo que resulta una confesión de parte del tamaño de la propia sede que ahora se abandona al galope. Eso, y de propina, la demostración del infantilismo del personaje, que cree que huyendo del escenario de los (presuntos) delitos dará esquinazo al pestilente historial del partido que preside. Vaya abandonando toda esperanza el coleccionista de másteres dudosos: el pasado se mudará también al que escojan como nuevo hogar.

No basta con cerrar los ojos muy fuerte y desear en voz alta que desaparezcan los fantasmas que lo cercan. La herencia marrón le perseguirá allá donde vaya. Y tampoco servirá como exorcismo la otra melonada que anunció, lo de no volver a hablar de sus predecesores y padrinos bajo el estrafalario argumento de que no pueden permitírselo “con el calendario judicial que se avecina”. No se cansa el hombre de señalarse como depositario de un legado podrido.

¿Y una migaja de reflexión crítica ante la enésima bofetada en Catalunya? Hasta ahí podíamos llegar. La culpa del vergonzante sorpasso de Vox ha sido de Bárcenas y del empedrado. Pero con el cambio de domicilio social no volverá a pasar.

El canto del presidiario

Le ha costado un buen rato, pero al final, se le han soltado la lengua y los recuerdos. Esa persona de la que usted me habla, también conocida —o no, según otras fuentes— como Luis el cabrón, ha comenzado a largar por su bocaza de ricachón presidiario. Oigan, que son ya un carro de inviernos a la sombra, sin poder esquiar en Canadá ni atizarse un Chivas de 25 años. Si hasta los más berroqueños hampones tienen sus momentos de flaqueza, cómo no le iban a entrar ganas de cantar La traviata a un delincuentillo de gayumbos de seda como el tal Bárcenas. Mucho más, después de ver cómo su señora, que también estaba en el ajo, ha acabado, igual que él, entre rejas.

¿Y qué ha dicho de fundamento el antiguo guardián de las finanzas fétidas del Partido Popular? Si atendemos a los titulares, nada que no supiéramos ya, como poco, desde que viéramos en los papeles aquellos quintales de apuntes manuscritos remarcados con rotulador amarillo fosforescente. Simplemente, que el pufo y el pillaje eran norma y no excepción en el PP. Con el conocimiento y/o la participación en el botín de la flor y nata gaviotil, empezado por Aznar, siguiendo por Eme Punto Rajoy, y pasando por casi todo el organigrama. Por toda respuesta, Pablo Casado se fotografía con un cerdito en brazos y clama que el no estaba allí. Pero no cuela.

Desde las cloacas con rencor

Las almas atormentadas (o más bien, atormentadoras) de ciertos muertos políticos mal enterrados aparecen de tanto en tanto en la primera línea informativa. Además de variarnos siquiera por un rato el indigesto menú pandémico, nos recuerdan el mecanismo del sonajero del poder en España, que más que de las urnas, emana de unas cloacas kilométricas, enrevesadas y ya definitivamente ingobernables. Tarde o temprano, sus lúgubres moradores acaban ejecutando las hipotecas de los servicios prestados y los morosos son sacados de sus confortables retiros para volver a los titulares.

Y ahí es donde tenemos a Rajoy, Cospedal y Fernández Díaz, señalados como urdidores de una tan siniestra como cutre operación para robar a Bárcenas en su propio domicilio las pruebas de su participación continuada en todas las mangancias del PP desde su fundación. Según se nos cuenta con profusión de detalles a cada cual más chusco, la tripleta mentada montó en compañía de otros un comando de Torrentes al efecto, cuya torpeza supina no solo desbarató la misión, sino que sembró un reguero de indicios que conducían sin duda a los autores del encargo. Por si faltaba confirmación, el despecho de un antiguo número dos de Interior ha puesto la puntilla con un SMS descarnado: “Mi error fue fiarme de esos miserables”. Más palomitas.

¿Todos a la cárcel?

Desde el pasado lunes, Carlos Fabra es interno de la prisión de Aranjuez. No tengo empacho en reconocer que celebré la entrada al trullo del hasta anteayer todopoderoso baranda del PP y la Diputación de Castellón. El sentimiento fue prácticamente idéntico al que experimenté cuando adquirieron la condición de presidiarios trapisondistas de tronío como Luis Bárcenas, Jaume Matas, Gerardo Díaz-Ferrán, Francisco Granados y el resto de los nada santos mártires púnicos que cayeron con él, e incluso, qué carajo, Isabel Pantoja. Y, por supuesto, reservo una imaginaria botella de txakoli para descorchar si llego a ver entre rejas a Iñaki Urdangarín, y no digamos ya —aunque no caerá esa breva— a su señora, la hija de Juan Carlos One y hermana de Felipín Six.

Estaría por apostar que 99 de cada 100 lectores —si llego a tener tantos— suscribirían las líneas anteriores y que más de cuatro me superarán en el tamaño y la intensidad de los festejos. Mi incómoda pregunta es si aplican idéntica doctrina siempre. Me temo que no. Como en tantas cuestiones, en materia penitenciaria se lleva el grouchomarxismo. Es decir, que los principios son susceptibles de cambio inmediato según sople el viento o, más exactamente, en función de qué recluso hablemos. Cuando se trata de los citados en estas líneas o de otros de similar pelaje, no hay el menor problema en pedir mano dura y tentetieso. Lo curioso —o quizá no— es que buena parte de los que sostienen ese discurso del talión sean los mismos que van aleccionando al personal sobre la inutilidad de la cárcel si no está orientada a la reinserción efectiva. ¿Y la coherencia?

Un rumano preguntando

Los periodistas somos de traca. Pero no de colección para concurso de Astondoa o Vicente Caballer. Con suerte, llegamos a cohete del día de la patrona en una pedanía donde Cristo perdió el mechero. Lógico, como dice la martingala que repetían el primer día de clase en la facultad los profesores de las siete asignaturas, que nuestras madres prefieran pensar que somos pianistas en un burdel. O traficantes de armas, o tesoreros del PP, cualquier cosa antes que miembros de un gremio que se asombra de su propio ser. ¡Pues no te joroba que convertimos en prodigio nunca visto que uno de nuestro oficio levante la mano y haga una pregunta! Y no crean que el plumífero protagonista del portento cuestionó a su interlocutor sobre la inmanencia como opuesto y complemento de la trascendencia, la fórmula de la cocacola, ni sobre otra hondura metafísica del pelo. Qué va. Todo lo que hizo el colega erigido en leyenda instantánea fue interpelar a Mariano Rajoy, aprovechando que lo tenía enfrente, acerca de su intención de comparecer o no en el parlamento para echarse unos ripios en torno al marrón Bárcenas. Exactamente lo mismo que habría hecho cualquiera de las decenas de tribuletes acreditados en la alocución protocolaria conjunta del presidente español y el primer ministro de Rumanía, ¿verdad?

Tal se diría, si no fuera por la sorpresa y el festejo que acompañaron a lo que debería haber sido, insisto, rutina. “Y un rumano lo consiguió”, narraba la gesta un diario. “El periodista rumano que hizo hablar a Rajoy”, encumbraba otro al corresponsal que había hecho algo tan extraordinario como ganarse el sueldo. Las emisoras de radio y las cadenas de televisión se lo disputaban, cual si fuera el ganador de una bonoloto millonaria para acribillarlo a melonadas que, más que admiración, destilaban una nauseabunda condescendencia. Lo sustantivo no era la pregunta, sino que la había hecho un rumano, claro.

Dejarnos llevar

Saquemos la herramienta de medir gravedades históricas y procedamos a calcular cómo de tremebundo es el momento que atravesamos. Por los titulares, las tertulias y Twitter, se diría que vivimos instalados en la convulsión, la zozobra y el sindiós que preceden a acontecimientos extraordinarios. Al primer bote, la caída estrepitosa del Gobierno español ahogado en su propia mugre, e inmediatamente después, el desmoronamiento del putrefacto sistema que ha hecho de la corrupción y la inmoralidad los únicos comportamientos válidos para la consecución y la conservación del poder. Pues menos lobos. Si retiramos la espuma, el blablablá y las toneladas de impostura vertidas a diestra y siniestra, comprobaremos que esta bronca que parece el recopón de la baraja y la antesala de no sé qué nueva era, no pasa de serpiente de verano. Como siempre, se nos va la fuerza en el lirili y cuando llega la hora del lerele, tenemos mejores cosas que hacer.

No, de aquí no obtendremos nada en limpio. Y probablemente, ni falta que nos hace, porque en el fondo, esta mierda por la que tanto protestamos entre gamba y gamba es la que hemos elegido y la que bendecimos con nuestros actos cotidianos. Es una porquería manejable casi a placer. Nos permite ser simultáneamente y sin ningún problema de conciencia sus mayores detractores y sus mayores cómplices. Se rige, además, por los principios más simples: los malos o los equivocados son siempre los otros. Es más, nuestros malos son indefectiblemente buenos y nuestros equivocados, impepinablemente acertados. ¿Por qué? Pues por qué va a ser, porque sí, y el que nos pida que lo razonemos es un cabrón, un fascista y un enemigo del pueblo.

Hacemos que no pase nada y nos quejamos de que no pase nada. Lo anoto como constatación más que como crítica. Tal vez sea ese el sentido de nuestras vidas, dejarnos llevar mansamente y reservarnos el derecho de echar la culpa a los demás.

Alfredo siempre está ahí

Nos falta memoria. O ganas de acordarnos, que es peor. Bárcenas no difiere en gran cosa de Amedo, Roldán o cualquier otro de los célebres presidiarios que campaban a placer en las portadas explosivas de hace veinte años. Con querencia por la misma cabecera que ahora, por cierto, que somos tercos hasta en las reediciones de los episodios históricos más grotescos. Como aquellos, el atinadamente llamado cabrón es una criatura abisal de las cloacas gubernamentales y/o de partido, donde rindió enormes servicios de esos que no se pueden licitar en concurso público. Igual que ocurrió con los mentados, durante los primeros mil marrones que le fueron descubiertos, contó con la defensa desvergonzada a bloque de la parte contratante hasta que llegó el recodo del camino en que no hubo más remedio que sacrificarlo. Primero, con buenas palabras, promesas de pronto arreglo y, según acabamos de saber, SMS cariñosos a modo de palmadita en el hombro. Y después, es decir, en el instante procesal en que nos encontramos, con un desmarque barnizado de desprecio y ofensas sobreactuadas. El ciudadano sin tacha pasó a ser vil delincuente que chantajea al Estado de Derecho, o al eshtao, como lo pronunció Rajoy ayer con su prosodia característica.

Dense un garbeo por las hemerotecas, y comprobarán que tal cual sucedió con los ilustres entrullados de los noventa. Hasta donde le duró la cuerda a la resistencia felipista, Amedo, Roldán y compañía fueron campeones de la lucha antiterrorista y abnegados salvadores de vidas a costa de jugarse la suya. En cuanto empezaron a abrir la boca, devinieron en chorizos que amenazaban no ya a un gobierno sino a todo el andamiaje democrático con su camisita y su canesú.

Además de Pedrojota y su hoja volandera, en este paralelismo entre pasado y presente que les acabo de trazar, hay otro personaje que se repite, si bien en bandos opuestos: Alfredo Pérez Rubalcaba. Curioso, ¿no?