Menos da una piedra

Quién me lo iba a decir, los años me van haciendo un tipo eminentemente pragmático. Nada para evitarse berrinches ulcerosos como practicar la limitación preventiva de daños. Imaginemos, por ejemplo, que por una serie de carambolas insospechadas, llega a juzgarse a una infanta de España —hija y hermana de sendos reyes ejercientes—, a su jacarandoso marido y a una patulea de cortesanos sinvergonzones que (presuntamente, vale) se lo llevaron crudo traficando con pasta del común de los mortales. Lo último que me da por pensar es que la monarquía española se va a ir al guano en el mismo viaje. Y lo penúltimo, que a los procesados les va a caer la pena que se merecen. Qué va. Tiro de realismo liofilizado en mi propia bilis, y al escuchar la impepinable sentencia aguachirlada, me digo que menos da una piedra y que no arriendo la multimillonaria ganancia a la señora de sangre azul, su consorte y el resto de jetas que han pasado el tragazo del banquillo, acaben o no en la trena.

Lo único que lamento y de verdad me produce una notable quemazón es saber que el parné no será devuelto y que se seguirán repitiendo todas estas mangancias avaladas por el timbre y lacre de la borbonidad. A partir de ahí, me sitúo en modo junco hueco, abro la espita del cinismo, y me aplico a contemplar el espectáculo que acarrean los episodios así. Este en concreto tiene su puntito de circo romano, con la plebe enfebrecida mostrando el pulgar hacia abajo. Es para tesis, oigan, lo de esos que suelen dar teóricas sobre la inutilidad de la cárcel pidiendo ahora que encierren en una mazmorra oscura a los otrora duques empalmados.

Doctrina Borbón

Me pongo la venda antes de tener la herida. Hay muy pocos motivos para pensar que el juicio del Caso Noós nos vaya a proporcionar una satisfacción mayor que ver a Cristina de Borbón sentada en el banquillo. Si cierran los ojos y acude a ustedes la imagen de la mengana entre descompuesta y con cara de sota de copas, tal vez convengan que no es escaso castigo. Insisto, para lo que cabe esperar de un Estado panderetero cuya jefatura la ostenta un tipo que por más Zotal que se eche encima, jamás se quitará el pelo de la dehesa franquista; nadie olvide que fue el bajito de Ferrol quien nombró digitalmente al campechano padre del que hoy luce la corona y de la señora enmarronada. “Pero luego se ratificó por la ciudadanía en el referéndum constitucional”, me apostillaba en Twitter, tirando de repertorio, un amable purista. Pulpo, animal de compañía, fue mi respuesta.

Limitemos daños, pues, ante la más que posible librada de la individua a través de un cachivache jurídico que, como apuntan legos e iniciados, llevará su propio nombre. Ni Botín, ni Atutxa. Los manuales de Derecho tienen sitio reservado a la Doctrina Cristina (o Borbón, si quiere evitarse la cacofónica rima), cuya traducción al lenguaje coloquial vendrá a decir que la Justicia no hace distinciones, los cojones treinta y tres. Quizá les parezca un tanto procaz, pero no es muy diferente en esencia del regüeldo que soltó en sede judicial una abogada del Estado —o sea, con nómina a nuestra cuenta— llamada Dolores Ripoll. Sin sonrojarse, afirmó que lo de “Hacienda somos todos” solo es un reclamo publicitario. “Putos pringaos”, le faltó añadir.

¿Todos a la cárcel?

Desde el pasado lunes, Carlos Fabra es interno de la prisión de Aranjuez. No tengo empacho en reconocer que celebré la entrada al trullo del hasta anteayer todopoderoso baranda del PP y la Diputación de Castellón. El sentimiento fue prácticamente idéntico al que experimenté cuando adquirieron la condición de presidiarios trapisondistas de tronío como Luis Bárcenas, Jaume Matas, Gerardo Díaz-Ferrán, Francisco Granados y el resto de los nada santos mártires púnicos que cayeron con él, e incluso, qué carajo, Isabel Pantoja. Y, por supuesto, reservo una imaginaria botella de txakoli para descorchar si llego a ver entre rejas a Iñaki Urdangarín, y no digamos ya —aunque no caerá esa breva— a su señora, la hija de Juan Carlos One y hermana de Felipín Six.

Estaría por apostar que 99 de cada 100 lectores —si llego a tener tantos— suscribirían las líneas anteriores y que más de cuatro me superarán en el tamaño y la intensidad de los festejos. Mi incómoda pregunta es si aplican idéntica doctrina siempre. Me temo que no. Como en tantas cuestiones, en materia penitenciaria se lleva el grouchomarxismo. Es decir, que los principios son susceptibles de cambio inmediato según sople el viento o, más exactamente, en función de qué recluso hablemos. Cuando se trata de los citados en estas líneas o de otros de similar pelaje, no hay el menor problema en pedir mano dura y tentetieso. Lo curioso —o quizá no— es que buena parte de los que sostienen ese discurso del talión sean los mismos que van aleccionando al personal sobre la inutilidad de la cárcel si no está orientada a la reinserción efectiva. ¿Y la coherencia?