¿Todos a la cárcel?

Desde el pasado lunes, Carlos Fabra es interno de la prisión de Aranjuez. No tengo empacho en reconocer que celebré la entrada al trullo del hasta anteayer todopoderoso baranda del PP y la Diputación de Castellón. El sentimiento fue prácticamente idéntico al que experimenté cuando adquirieron la condición de presidiarios trapisondistas de tronío como Luis Bárcenas, Jaume Matas, Gerardo Díaz-Ferrán, Francisco Granados y el resto de los nada santos mártires púnicos que cayeron con él, e incluso, qué carajo, Isabel Pantoja. Y, por supuesto, reservo una imaginaria botella de txakoli para descorchar si llego a ver entre rejas a Iñaki Urdangarín, y no digamos ya —aunque no caerá esa breva— a su señora, la hija de Juan Carlos One y hermana de Felipín Six.

Estaría por apostar que 99 de cada 100 lectores —si llego a tener tantos— suscribirían las líneas anteriores y que más de cuatro me superarán en el tamaño y la intensidad de los festejos. Mi incómoda pregunta es si aplican idéntica doctrina siempre. Me temo que no. Como en tantas cuestiones, en materia penitenciaria se lleva el grouchomarxismo. Es decir, que los principios son susceptibles de cambio inmediato según sople el viento o, más exactamente, en función de qué recluso hablemos. Cuando se trata de los citados en estas líneas o de otros de similar pelaje, no hay el menor problema en pedir mano dura y tentetieso. Lo curioso —o quizá no— es que buena parte de los que sostienen ese discurso del talión sean los mismos que van aleccionando al personal sobre la inutilidad de la cárcel si no está orientada a la reinserción efectiva. ¿Y la coherencia?

El cariño de Fabra

Como a Al Capone, a Carlos Fabra lo han absuelto de todas las tropelías gordas y lo han condenado por defraudar al fisco. La diferencia es que mientras el rey del hampa de Chicago tuvo que pasar sus penúltimos y patéticos años en la trena, tiene toda la pinta de que el cacique de Castellón no va a llegar a pisar el presidio como no sea de visita. Para chulo su pirulo, él mismo tuvo la desfachatez de convocar a sus despreciados plumíferos con el único fin de regodearse y soltarles a la jeta que no está ni entre sus intenciones ni entre sus cálculos dormir un solo día en el catre de una celda. Y lo jodido es que no era una bravuconada del enorme fantoche que ha sido, es y será, sino el enunciado de una certeza avalada por la legislación vigente, que es como da más gustito ciscarse en la Justicia. Igual para todos y tal, ya saben.

La directa sería agarrarse un cabreo del nueve largo y ponerse a despotricar y a hacer aspavientos hasta que las agujetas nos detengan. Pero, ¿para qué, si ya hemos agotado las reservas completas de indignación que nos puede provocar este personaje? No queda exabrupto que no se haya gargajeado sobre él sin obtener más resultado que verlo cómo se libra una y otra vez del piano que siempre parece que está a punto de caerle encima. En la siguiente viñeta, para colmo, tenemos que aguantar su sonrisa siniestra tras las gafas oscuras y el consiguiente corte de mangas. Quizá debamos mirar hacia otro lado.

No, no me entiendan mal. No estoy apelando a la vergonzosa apatía que suele abonar el terreno para la impunidad. Digo que en lugar de encabronarnos únicamente con el padre de Andreíta Fabra, procede dirigir también los ojos a quienes llevan años cubriéndolo de votos, esos y esas que, en palabras del propio sujeto, le han dispensado su cariño incondicional. El pueblo soberano, o por lo menos una parte muy numerosa del mismo, ha sido cómplice imprescindible, ¿no creen?