Dejarnos llevar

Saquemos la herramienta de medir gravedades históricas y procedamos a calcular cómo de tremebundo es el momento que atravesamos. Por los titulares, las tertulias y Twitter, se diría que vivimos instalados en la convulsión, la zozobra y el sindiós que preceden a acontecimientos extraordinarios. Al primer bote, la caída estrepitosa del Gobierno español ahogado en su propia mugre, e inmediatamente después, el desmoronamiento del putrefacto sistema que ha hecho de la corrupción y la inmoralidad los únicos comportamientos válidos para la consecución y la conservación del poder. Pues menos lobos. Si retiramos la espuma, el blablablá y las toneladas de impostura vertidas a diestra y siniestra, comprobaremos que esta bronca que parece el recopón de la baraja y la antesala de no sé qué nueva era, no pasa de serpiente de verano. Como siempre, se nos va la fuerza en el lirili y cuando llega la hora del lerele, tenemos mejores cosas que hacer.

No, de aquí no obtendremos nada en limpio. Y probablemente, ni falta que nos hace, porque en el fondo, esta mierda por la que tanto protestamos entre gamba y gamba es la que hemos elegido y la que bendecimos con nuestros actos cotidianos. Es una porquería manejable casi a placer. Nos permite ser simultáneamente y sin ningún problema de conciencia sus mayores detractores y sus mayores cómplices. Se rige, además, por los principios más simples: los malos o los equivocados son siempre los otros. Es más, nuestros malos son indefectiblemente buenos y nuestros equivocados, impepinablemente acertados. ¿Por qué? Pues por qué va a ser, porque sí, y el que nos pida que lo razonemos es un cabrón, un fascista y un enemigo del pueblo.

Hacemos que no pase nada y nos quejamos de que no pase nada. Lo anoto como constatación más que como crítica. Tal vez sea ese el sentido de nuestras vidas, dejarnos llevar mansamente y reservarnos el derecho de echar la culpa a los demás.