Maldita gente

Sí, ya me lo sé. Luego han llegado los matices, las apostillas, los portantoencuantos, los mohínes porque jolín, me lo sacan todo de contexto, y hasta los borrados avergonzados/arrepentidos de tuits. Pero no cuela. En cuanto rascas con una moneda de cinco céntimos, bajo la piel de todos los apóstoles del viva la gente y demás lemas de catequesis aparece un señorito que desprecia visceralmente al populacho. En menos de 24 horas, dos hediondos ejemplos del neodespotismo morado.

El primero, un tal Miguel Anxo Fernán-Vello, diputado de En Marea, que tras el varapalo —mucho sorpaso al PSOE, pero ¡27! escaños menos que el PP— a manos de Núñez Feijoó, corrió a piar: “Extraño pueblo el nuestro. Esclavos que votan al amo, al cacique, al que manda, a los de siempre. Pueblo alienado e ignorante. Triste”. Como Jack Nicholson en Algunos hombres buenos (cito de memoria): Maldita gente, no se merecen que nos deslomemos por ellos. Y sí, que fue un calentón, que 140 caracteres tal y cual. Pero una parte amplísima de los supremacistas de aluvión, proclamando a coro: “Tiene toda la puta razón”.

De propina, Carolina Bescansa, en el ejercicio de su magisterio sociológico: “Si en este país solo votase la gente menor de 45 años, Pablo Iglesias sería presidente del Gobierno desde el año pasado”. En otro párrafo, una alusión al reaccionario voto rural. ¿A nadie le suena a aquellos progrefachas que allá por 1931 le espetaban a Clara Campoamor que no se debía permitir el sufragio femenino porque acabarían decidiendo los confesores de las mujeres? Pero no me hagan caso. Ya saben que estas líneas son producto de mi obsesión.

Las raíces del mal

Los 22 millones en una cuenta Suiza, los áticos comprados en oscuro, la pasarela de las poltronas a los consejos de administración, el enchufe de parientes hasta quinto grado de consanguinidad y todas las demás prácticas de la gama marrón son solo la parte visible —cuando llegamos a verla, claro— de la corrupción política. De poco sirve que de tanto en tanto contemplemos a alguno de los mangantes sometidos a pena real o de telediario. Como dice el mito sobre las canas, por cada afanador que se arranca salen diez de estreno, con el know-how del trinque mejorado gracias al escarmiento en carne ajena y a que las ciencias del choriceo adelantan una barbaridad. A lo más que podemos aspirar es a renovar el elenco de sirleros de guante blanco. Ayer Juan Guerra, Roldán o Urralburu; hoy, Matas, Bárcenas o Urdangarín. Sobres y maletines, complementos que nunca pasan de moda.

¿Qué, otra columna cínica y depresiva, Vizcaíno? No es tal la intención, lo prometo. Solo pretendo que, además de a la hojarasca, miremos al suelo. Más abajo en realidad: al subsuelo, que es donde están profundamente enterradas las raíces del árbol del mal. El pecado original (exprimamos la metáfora) reside exactamente ahí, en la cota en que nosotros, ilusos mortales, creemos que se asientan los cimientos de la democracia. Llamémosle voto, eso que cada equis depositamos en una urna creyendo que es un aval para que nos solucionen los problemas y nos construyan el futuro de acuerdo con una ideología o unos principios que más o menos compartimos.

Ocurre que, una vez contadas, las papeletas se canjean por parcelas de poder. El premio gordo es el Gobierno, pero si se saben jugar las cartas y ayuda la aritmética, la oposición también es un capitalito, como puede atestiguar Maneiro. En ese punto pasamos a ser figurantes de una versión edulcorada del despotismo ilustrado de toda la vida. Y entonces, la corrupción germina y florece.