Como ocurre tras cada cita con las urnas, no hay piedra real o metafórica bajo la que no aparezcan racimos de artículos de opinión con el originalísimo titulo “Por qué han fallado las encuestas”. Los hay, no lo negaré, que resultan de notable interés o, como poco, lo suficientemente amenos como para invertir en ellos unos minutos de vellón. Echen un ojo, por ejemplo, a los que firma Jon Urresti, y verán cómo asienten cuatro o cinco veces antes del punto final. Sin embargo, la mayoría tienden a derrotar por el carril del topicazo y se basan en el ventajismo de quien, una vez vistos los pelendengues de la res, dictamina que es toro.
En mi condición de escéptico tirando a agnóstico de la demoscopia, comienzo negando la mayor. O por lo menos, dudando. Tengo para mi —cómo mola emplear expresiones de columnero pata negra— que una buena parte de los sondeos aparentemente más disparatados no solo no han fallado sino que han acertado de pleno. No hablo del pronóstico de los datos sino de la finalidad con la que se divulgaron. Aquellos que pretendían infundir el miedo a Podemos para provocar el voto al PP han hecho bingo. Ídem de lienzo los que engordaban a los morados con el propósito de evitar el traído y llevado sorpaso al PSOE.
Por la misma lógica pero a la inversa, se han estrellado las encuestas que llevaban a la estratosfera a las huestes de Iglesias con el objetivo de que la profecía se cumpliera a sí misma. Y luego había otras que presentaban unas siglas (¡o unas frutas!) seguidas de unas cifras al buen, mal o regular tuntún. Estas ni han fallado ni han acertado. Simplemente no eran encuestas.