Debe de ser que no tenemos término medio. O las natillas con música de violín de los valores positivos o la cayena a ritmo de acid del “pisas o te pisan”. Hablo de la vida en general, pero en este caso y de forma más concreta, del deporte, que dicen que es una especie de trasunto o metáfora de ella. Si no tuviera cosas mejores que hacer, hasta me escandalizaría por las odas épicas que le están componiendo al niñato malcriado Jorge Lorenzo. “The winner takes it all”, cantaba Abba, y efectivamente, el ganador del mundial de motociclismo en la categoría Moto GP se está llevando, junto con la copa, el laurel y el botellón de champán, no ya la disculpa, sino el aplauso a su manifiestamente mejorable modo de ser.
Es muy revelador leer en los entusiastas perfiles que ha publicado la prensa la lista de sus virtudes: nunca admite estar equivocado, no tiene el menor espíritu de equipo, presume permanentemente de algo que llama “instinto asesino”, carece de amigos entre sus adversarios, cuando las cosas le salen mal se enfurruña y no habla con nadie, abronca a mecánicos que le doblan la edad y le triplican en experiencia, desprecia al público… Y el resumen de todo eso: jamás aprendió a perder ni tiene pensado hacerlo. Cualquier crío que reuniera la mitad de esos síntomas sería carne de psicopedagogo. Éste, como anda bien en moto -lo único que sabe hacer-, tiene barra libre para conducirse dentro y fuera del circuito como el dictadorzuelo consentido que es.
Mucho buen rollo, pero…
Ya digo que no me escandalizo. Sólo lo consigno como otra muestra más de la hipocresía en que nos bañamos cada día. Todo el buenrollismo de la educación en valores, el esfuerzo compartido, la empatía como varita mágica, quitarle importancia al triunfo y dársela a participar… es pura palabrería que por mucho énfasis que le echemos no es capaz de disimular que lo único que se premia -parece una perogrullada- es la victoria. Da lo mismo cómo se haya conseguido. Como estamos viendo, una vez en el pódium, basta un poco de literatura para convertir a un capullín con pintas en un rebelde sin causa.
Sé que no sirve absolutamente de nada, pero me niego a unirme al cortejo de reídores de las bravuconadas de este o cualquier otro engendro creado para ganar al precio que sea. Tal vez porque donde más he aprendido ha sido en los empates trabajados o en las derrotas sin paliativos, no siento ninguna simpatía por los que llevan un piolet en cada mano y un cuchillo entre los dientes. Y ahora sí que no hablo del deporte, sino de la vida.