Ha muerto Moncho Alpuente. Me sorprende mi propia sorpresa al leerlo. Cualquiera diría que, por lo menos al primer bote, no fuera capaz de aceptar algo tan obvio e inexorablemente cotidiano como que la parca no hace distingos. Y sí, que tarde o temprano nos alcanza a todos, incluso a aquellos que vaya a usted a saber por qué mecanismos mentales trucados, llegamos a creer que están exentos. Me pasó con Manuel Vázquez Montalbán, con Fernando Poblet, con José Antonio Labordeta y con otros tantos. Quizá es que imaginaba, cándido y egoísta de mi, que mi admiración les mantenía a salvo de esa inconveniencia vulgar que es dejar de respirar para siempre.
Tenia 65 años. Eso también me ha hecho reflexionar durante un rato. Son evidentemente pocos como para abandonar este mundo, pero al mismo tiempo, me han sonado a bastantes más de los que yo hubiera dicho. De nuevo, un error de percepción o, en realidad, otro autoengaño: habría bastado con comparar la cifra con lo que pone en mi propio carné de identidad para que todo cuadrase y resultase absolutamente lógico. Pero supongo que a uno le es más cómodo continuar ficticiamente en sus veintialgunos, lo que implica obligatoriamente congelar la edad de las personas que se estiman de modo especial.
Así que el Moncho Alpuente que se me ha muerto apenas rozaba los cuarenta y se parecía un tanto al tipo que yo hubiera querido ser de mayor. Era brillante, canalla, tierno, divertido, impertinente, gamberro y hasta procaz si procedía, pero también extremadamente educado cuando tocaba. Eso sí: no sabía callarse y pagó varias veces por ello. No creo que se arrepintiese.