Qué propio de los obispos, poner una vela a su Dios y otra a (¿su?) Diablo. Había empezado muy bien el portavoz de su organización gremial, José María Gil Tamayo, pronunciándose contra el encarnizamiento terapéutico y a favor del uso de los cuidados paliativos. La traducción más humana —o más piadosa, utilizando un término que algo tendría que decirle a la Iglesia— de sus palabras debería ser que es una crueldad obstinarse en alargar la vida de la niña Andrea, sabiendo como se sabe a ciencia cierta que jamás va a experimentar mejoría y, lo más duro, que su sufrimiento crece minuto a minuto. Pero no, entre el peso de la casulla y el adagio que sostiene que la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la mano derecha, el mensaje que acabó transmitiendo el vocero episcopal fue el de costumbre: solo el de arriba decide cuánto tiempo estamos en este valle de lágrimas. Es decir, que por tremendas que sean las condiciones, no es aceptable retirar la alimentación para acortar el padecimiento de la pequeña, como suplican su madre y su padre en unos términos que rompen el alma al más bragado.
Lo descorazonador es que quienes muestran esta actitud tan poco compasiva no son solo los purpurados, que al fin y al cabo, se mueven en el terreno de esa superstición disimulada que llamamos fe. También hombres y mujeres que se desenvuelven, siquiera teóricamente, en los terrenos de la razón y de la ciencia mantienen la misma obstinación rayana el sadismo. Cobijándose en la literalidad de leyes fósiles, médicos, juristas y administradores de lo público han decidido prolongar sin fecha el martirio de Andrea.