Sostiene el periodista Gregorio Morán, con su acidez y vehemencia características, que el nacionalismo español es una versión edulcorada del fascismo. Yo no me atrevo a ir tan lejos en la diatriba, entre otros motivos, porque como insinué en un par de columnas recientes, no soy partidario de calzarle a todo quisque el baldón de fascista como quien se quita un padrastro. Lo que sí he tenido siempre meridianamente claro —y me consta que muchos de ustedes también— es que el tal nacionalismo español existe. Me dirán con razón que acabo de descubrir la fórmula de la gaseosa, pero estarán conmigo en que hasta la fecha, los primeros que negaban la mayor en actitud de basilisco con úlcera de estómago eran los que profesaban tal corpus ideológico, por llamarle de alguna manera a la cosa. Ni bajo la amenaza de secuestro del brazo incorrupto de Santa Teresa se avenían a confesar lo que a todas luces han sido, son y serán.
Pero miren por dónde habrá salido el sol, que sin mediar provocación ni coacción, la semana pasada se produjo una salida masiva del armario patriótico en forma de libro. De libraco, más bien, pues son cerca de mil quinientas páginas las que, según las emocionadas crónicas de la prensa afecta, conforman una biblia cañí titulada, agárrense, Historia de la nación y del nacionalismo español. Tracatrá, al final cantó la gallina. Firman el compendio 45 intelectuales de postín, de los que aparte de dos morigerados de cuota, la inmensa mayoría milita en la Brunete académica; les bastará que les cite a Fusi o García de Cortázar para que se hagan una idea del paño.
A diferencia de otros artefactos similares, y hasta donde he visto la lista de autores, no parece haber tuercebotas de la Historia ni ganapanes indocumentados. Y eso, qué carajo, es algo que los que defendemos otras identidades debemos saludar: al reconocerse —¡por fin!—, nos están reconociendo. Aunque sigan diciendo que nanay.