Los fumadores tenemos un mal pronto, pero a la larga y aunque sea echando cagüentales, acabamos desfilando por la vereda que nos señalan. O para ser más exactos, retirándonos de los andurriales que ahumábamos a discreción y sin mayor cargo de conciencia. Aquí donde me leen, yo le he dado al trujas en el difunto cine Fantasio de Barakaldo, en el tren de color chicle de menta que nos bajaba al instituto de Erandio, en los pasillos y las aulas de la facultad de periodismo de Leioa, en alguna que otra iglesia o, por no hacer más larga la lista, en el ambulatorio (entonces, solo consultorio) de Astrabudua, mientras esperaba que me llamara un médico que tenía un cenicero sobre la mesa. En ninguno de los casos se trataba de actos de rebeldía o extravagancia juvenil. Simplemente, era lo normal, actitudes que no causaban escándalo ni extrañeza, y que solo deponíamos con magnanimidad ante la presencia de un asmático que nos lo pedía por favor.
Cuando alguien de arriba cayó en la cuenta de que eso no tenía medio pase, el primer intento por cambiar las cosas fue a buenas. En los lugares mencionados comenzaron a aparecer simpáticos y educados carteles rogando que no se fumara. Puesto que eso no funcionó, se optó por la prohibición, que acabó revelándose como santo remedio y por eso mismo fue extendiéndose a otros espacios donde parecía imposible erradicar las chimeneas humanas, como los centros de trabajo o, en el más difícil todavía, los bares. Ahora el proyecto de ley de adicciones del Gobierno Vasco veta el tabaco en campos de fútbol y txokos. No faltarán bufidos, pero, como a todo, nos acostumbraremos.
NOTA: Conste que aunque me defino como fumador y seguiré haciéndolo, llevo más de un mes sin echarme un pitillo a los labios.