Libertad de prensa

Seguramente, la mitad de ustedes ni se enteraron, pero el martes pasado la dócil clase plumífera celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Se ve que la ONU tenía un hueco en su almanaque de pomposidades inanes y no encontró mejor aguaplast para rellenarlo que dedicárselo a otra causa de hermosa sonoridad e imposible puesta en práctica. A la hora de la verdad, la jornada sólo sirve para hacer inventario de las decenas de periodistas a los que han dado matarile en los últimos doce meses en todo el mundo. No sería poca cosa esa toma de conciencia de cómo todavía hay quienes se juegan el pellejo para contar las tres o cuatro cosas que han llegado a saber, si no fuera porque los que hablan en su nombre son tipos que en el desempeño de su tarea no corren otro riesgo que cruzar el paso de cebra que separa la redacción del bar.

En esta profesión, héroes, los justos. Por cada reportero o fotógrafo a los que descerrajan dos tiros, hay diez mil jornaleros de la comunicación que viven siempre de perfil tratando de confundirse con el paisaje y cuidándose de no poner una coma que les pueda traer problemas. Si alguna vez los ves enfurruñados frente a la pantalla o junto a la máquina de café, será porque el viernes tendrán que salir una hora más tarde o el sábado entrar una antes y se les jorobará la naja nocturna. Sin embargo, cuando les viene el capataz a ordenarles que dejen de utilizar tal palabra o que ni se les ocurra mencionar a cual personaje, sonríen beatíficamente y agachan la testuz… cuando no aplauden con fervor. Lo cuento porque lo he visto, no porque lo haya soñado.

No hace falta que oscuros poderes o malvados propietarios de medios nos pongan el bozal. Vamos por nuestra propia patita al cómodo redil donde la ineptitud, que es el auténtico pecado original del gremio, se disimula con la ayuda de la Wikipedia. Si tuviéramos libertad de prensa, simplemente no sabríamos cómo utilizarla.