Casi desde que nacieron, los premios Euskadi de Literatura parecen estar destinados a ser piedra o, como poco, chinita de escándalo. Cada concesión ha ido acompañada de su pequeña o mediana bronca. Tengo escuchadas frente a mis narices las amargas quejas de un par de autores que clamaban haber sido víctimas de vergonzantes maniobras de los jurados y ponían por testigo a las musas de que jamás volverían a presentarse. Luego —el ego es el ego— volvían a intentarlo en la siguiente convocatoria porque alguien les soplaba a la oreja que esta vez estaba fulanito o menganito en el comité de selección. Si algo me hace confiar en la normalización de nuestras letras es que manifiestan parecido juego de filias, fobias y camarillas al que se da en cualquier tradición literaria más asentada en el tiempo y/o con una comunidad lectora mayor.
En los años finales del anterior Departamento de Cultura, la cosa degeneró un poco más. Varios de los escritores y escritoras de más renombre que tenemos le pusieron proa a unos galardones en los que veían exceso de mamoneo. Eso los descafeinó y, de propina, nos sembró la eterna duda de si los ganadores lo habían sido por incomparecencia de los otros o por el valor de su obra. La situación no mejoró mucho con la entrada de la dupla Urgell-Rivera. La ceremonia de los primeros Euskadi bajo su mandato queda en los anales como uno de los saraos que mayor vergüenza ajena han producido en los asistentes. Contado a este humilde cronista por tirios y troyanos.
Había, pues, pocas posibilidades de redención. La concesión del premio a alguien cuyo talento, calidad y prestigio está fuera de dudas (resentidos de ateneo de pueblo al margen) era una oportunidad para devolver lustre a un certamen que agonizaba. De nuevo, a los mariachis de López se les ha encogido el codo. Han preferido mirar a Joseba Sarrionandia con ojos de gendarme. Tal vez eso valía en 1985. En 2011, no.