Lo lógico, lo humano: a partir de otoño, cuando llamemos al ambulatorio para pedir cita volverá a atendernos una persona. Más o menos amable, más o menos dispuesta, más o menos competente, pero persona al fin. Podremos explicarle que no recordamos si nuestro médico se apellida Díez o Díaz, preguntarle si es necesario que vayamos en ayunas, pedirle que nos apunte al final de la lista porque tenemos que recoger al niño de la ikastola, o incluso, confiarle lo nerviosos que nos ponen las batas blancas. Y despedirnos de esa voz que sabemos que se corresponde con una cara dándole las gracias y deseándole que tenga un buen día.
Nada de eso se podía hacer con las infernales máquinas que alguien decidió interponer en nuestro camino hacia la curación. Su supuesta inteligencia artificial no pasaba de sí, no, marque uno, marque dos, diga treinta y tres, vuelva a llamar pasados unos minutos si es que sigue vivo o le quedan ganas. Ni sé las veces que he maldecido al autor o autores de ese insulto tecnológico a sus administrados. En nombre de la eficiencia y de la racionalización de los recursos, se sacaron de la sobaquera un ingenio, toma ya con las lumbreras, ineficaz e irracional. Antes que nuestra salud, antes que nuestro bienestar, antes que nuestro derecho a recibir el trato que merecen los seres de carne y hueso, estaban los números. Los que, previamente cocinados como estadísticas, se presentarían como grandes logros de gestión, pero también esos otros que todos imaginamos porque no nos hemos caído un guindo y sabemos que concesión viene del verbo conceder. ¿A quiénes, por qué? Ahí lo dejo.
Espero que los actuales responsables de Osakidetza hayan aprendido la lección. Están muy bien el progreso técnico y esos cachivaches requetemodernos que hoy pueblan el entramado sanitario. Sin embargo, lo más valioso, lo insustituible en la inmensa mayoría de las ocasiones, siguen siendo las personas.