Algo hemos avanzado. Por lo menos, esta vez no le han echado la culpa a una carnicería de Irun, aunque hay quien ha dejado por escrito que la redada en la que ha caído la presunta camella -otrora gacela- Marta Domínguez era una cortina de humo para que la absolución de Otegi de lo de Anoeta no alborotara mucho el patio. Una soplagaitez como la copa de un abedul que tampoco ha llegado muy lejos porque en la jerarquía periodística el morbazo de los ídolos desmorrados del pedestal está todavía por encima de las teorías conspiranoicas. Es para que nos lo hagamos mirar, pero pocas cosas venden más que encontrar el lado oscuro de los que hasta hace diez minutos eran aclamados como héroes. “¡Es que Marta era un icono nacional!”, hacían como que se rasgaban las vestiduras en el programa vespertino de una ETB que cada vez se corta menos en la exhibición de la patita rojigualda.
¿Ya estamos con lo identitario? ¡Qué pereza! Hombre, no quisiera yo patinar en la lubricante demagogia, pero algo de eso también hay. Al fin y al cabo, la palentina que ahora corre perseguida por la sospecha forma parte de la selecta nómina de gladiadores que con sus triunfos ponen pilongos a los súbditos del reino. De toda la vida ha hecho más patriotas el Marca que el ABC. No es plato de gusto descubrir que las victorias que hicieron pensar que el sol no se ponía en el imperio deportivo pudieron ser conseguidas con trampa, cartón y sustancias inyectables varias. Y peor que eso es que se hayan enterado en todo el planeta y la sombra de la duda planee sobre la caterva completa de cosechadores de éxitos de la piel de toro. Se les perdona que tengan la pasta en Mónaco o Liechtenstein, pero no que avergüencen en público el glorioso pabellón bajo el que competían.
Secreto a voces
No encuentro otra forma de explicar la saña con la que se está atacando a la ya ex gran dama del atletismo español. Los mismos medios que escribieron su leyenda se afanan ahora en la búsqueda de cuñados de primos de amigos que algún día se la cruzaron en la pista para que larguen que era una farmacia ambulante y que su entrenador, el tal Pascua, repartía caramelos de EPO a la puerta de los gimnasios. Muchos de estos testimonios, hechos con ánimo autoexculpatorio, coinciden en señalar que lo ahora descubierto era un secreto a voces en el mundillo atlético y vaticinan que, a poco que se tire de la manta, no va a haber legionario del estadio que quede sin mancha. Va a ser que el deporte no es tan sano como nos decían. Por lo menos, el de élite.