El error de Virginia

Parece que el error imperdonable de Virginia Berasategi no fue pegarse un chute de a saber qué para mejorar su rendimiento, sino tener la candidez de salir a reconocerlo. Tal vez creyó que el inmenso cariño que se le había demostrado hasta ahora amortiguaría el golpe. No reparó en cómo de tornadizos son los afectos hacia los héroes. Los pedestales son de quita y pon. Pasar de gloria jaleada a mierda pinchada en un palo es cuestión de décimas de segundo. Así de cruel y así de real. Muchísimos de los mismos que le hacían la ola por superwoman y por supervasca han cruzado a la primera línea del pelotón de fusilamiento y disparan sin misericordia su decepción contra la atleta que ha confesado haber hecho trampas. El veredicto del juicio sumarísimo instantáneo es que si las hizo una vez, las habrá hecho siempre.

Lo curioso y a la vez ilustrativo es que a Virginia no le pintarían estos bastos si hubiera actuado según el patrón habitual en circunstancias similares, es decir, negándolo todo. En tal caso, ahora estaríamos ante la intolerable persecución de una deidad local. Daría exactamente igual la evidencia que señalaran análisis, contraanálisis o recontraanális. Creeríamos cualquier explicación: que le pasaron un Isostar trucado, que lo genera su cuerpo, o qué sé yo, que en el laboratorio confundieron su DNI con el de Pocholo Martínez Bordiú. Lo hemos visto alguna que otra vez, ¿verdad?

Doble vara de medir se le llama a eso. Hipocresía flagrante, si quieren que concretemos más. Está a la orden del día en el deporte de élite. Le escuché una vez a un ciclista de notable palmarés preguntar si nos creíamos en serio que era posible subir el Tourmalet o el Mortirolo como un cohete solo a base de alubias, espagueti y agüita fresca de la fuente. Responda cada cual, y luego pensemos si podemos exigir a nuestros ídolos proezas sobrehumanas y, en el mismo viaje, un comportamiento ético intachable.

Operación Contador

Algo huele a podrido en el giro copernicano que ha dado el caso Contador. De la noche a la mañana, Pedro J. Ramírez acoge en su regazo al candidato a casi seguro juguete roto, le quita la roña en dos o tres portadas de El Mundo con editorial adosado, lo presenta como mártir en el Marca (que también es suyo), le regala una presencia estelar en su canal de la TDT, y las afiladas lanzas se van volviendo inofensivas cañas. Hasta el presidente del Gobierno español y -para no ser menos- Mariano Rajoy claman públicamente por su inocencia y, como si no hubiera problemas más sangrantes, se explayan sobre la injusticia presuntamente cometida con el pedaleador. En esas llega la Federación española de ciclismo, se hace un puro con la sanción de dos años propuesta por la que creíamos todopoderosa UCI, y el de Pinto se vuelve a subir a la bici tan ricamente, previa nueva entrevista exclusiva en Cope, actual aliada mediática de su padrino con tirantes.

Querrán luego que no criminalicemos -también en este ámbito se emplea el dichoso verbo- el ciclismo y que confiemos con los ojos cerrados en la lucha de sus estamentos por la limpieza del deporte. Eso, los caciquillos (chupópteros, diría García) que viven como marajás de clásica en clásica y de criterium en criterium. Los otros, los políticos y los prohombres de la comunicación, pretenderán hacernos tragar que no ha habido trato de favor con el gladiador que con sus triunfos ha engordado el patrioterismo cañí. Habrían actuado igual con un pobre globero de los que quedan a siete horas en la general. Tararí. Nos han venido a decir, en realidad, que se pasan al Barón de Coubertain por la axila y que les importa media higa que las medallas que se cuelgan cual si ellos también hubieran subido el Tourmalet se hayan conseguido de forma más que sospechosa.

Que legalicen el dopaje

Después de esto, creo que la actitud más honesta sería legalizar y hasta promover el dopaje como sana práctica competitiva que, de propina, redundaría en beneficio del espectáculo. Además de ver a los txirridularis coronar los puertos como sputniks, cada media docena de etapas habría alguno que palmaría entre espasmos porque a su médico se le había ido la mano con la EPO. Y para el avituallamiento, claro, chuletones de Irun bien inyectados de clembuterol. Esto último, lo sé, no tiene ninguna gracia, pero no se me ocurre otra forma de no tomarme a la tremenda lo que los que han absuelto a Contador han dado por bueno: las carnicerías de por aquí arriba son como los coffeshops de Amsterdam.

Galgos y camellos

Algo hemos avanzado. Por lo menos, esta vez no le han echado la culpa a una carnicería de Irun, aunque hay quien ha dejado por escrito que la redada en la que ha caído la presunta camella -otrora gacela- Marta Domínguez era una cortina de humo para que la absolución de Otegi de lo de Anoeta no alborotara mucho el patio. Una soplagaitez como la copa de un abedul que tampoco ha llegado muy lejos porque en la jerarquía periodística el morbazo de los ídolos desmorrados del pedestal está todavía por encima de las teorías conspiranoicas. Es para que nos lo hagamos mirar, pero pocas cosas venden más que encontrar el lado oscuro de los que hasta hace diez minutos eran aclamados como héroes. “¡Es que Marta era un icono nacional!”, hacían como que se rasgaban las vestiduras en el programa vespertino de una ETB que cada vez se corta menos en la exhibición de la patita rojigualda.

¿Ya estamos con lo identitario? ¡Qué pereza! Hombre, no quisiera yo patinar en la lubricante demagogia, pero algo de eso también hay. Al fin y al cabo, la palentina que ahora corre perseguida por la sospecha forma parte de la selecta nómina de gladiadores que con sus triunfos ponen pilongos a los súbditos del reino. De toda la vida ha hecho más patriotas el Marca que el ABC. No es plato de gusto descubrir que las victorias que hicieron pensar que el sol no se ponía en el imperio deportivo pudieron ser conseguidas con trampa, cartón y sustancias inyectables varias. Y peor que eso es que se hayan enterado en todo el planeta y la sombra de la duda planee sobre la caterva completa de cosechadores de éxitos de la piel de toro. Se les perdona que tengan la pasta en Mónaco o Liechtenstein, pero no que avergüencen en público el glorioso pabellón bajo el que competían.

Secreto a voces

No encuentro otra forma de explicar la saña con la que se está atacando a la ya ex gran dama del atletismo español. Los mismos medios que escribieron su leyenda se afanan ahora en la búsqueda de cuñados de primos de amigos que algún día se la cruzaron en la pista para que larguen que era una farmacia ambulante y que su entrenador, el tal Pascua, repartía caramelos de EPO a la puerta de los gimnasios. Muchos de estos testimonios, hechos con ánimo autoexculpatorio, coinciden en señalar que lo ahora descubierto era un secreto a voces en el mundillo atlético y vaticinan que, a poco que se tire de la manta, no va a haber legionario del estadio que quede sin mancha. Va a ser que el deporte no es tan sano como nos decían. Por lo menos, el de élite.