Migajas afectivas

Caray con los caprichos necrológicos, que lo llevan a uno del contraelogio bilioso —léase la columna de ayer— a la loa sincera y creo firmemente que merecida a José Luis Sampedro. El riesgo, y pido a las musas y al oficio que no me arrastren por ahí, es caer en el panegírico dulzón y acrítico que a él le habría horrorizado. A ver cómo lo hago, cuando la única sombra que encuentro en su trayectoria luminosa es una novela, El amante lesbiano, que hace ya muchas lunas le hizo un rayón —poca cosa— a mis maniáticos gustos literarios. Ante todo lo demás que escribió, dijo o hizo me quito el cráneo. Incluyo el prólogo al libro de Hessel y su participación en uno de esos manuales de instrucciones para la rebelión dentro de un orden que, como he anotado alguna vez, me ponen instintivamente en guardia. A diferencia de cuatro o cinco de los coautores, Sampedro no iba de boquilla; sus obras eran amores y no poses para la ovación y vuelta al ruedo de una parroquia a la que le da lo mismo arre que so, esencia que sucedáneo. Firmo ahora mismo, no ya por alcanzar los 96 lúcidos años con los que nos ha dejado, sino por que cuando me toque plegar a mi, haya acumulado una millonésima parte de su coherencia y, si puede ser, de su determinación de no transitar los caminos trillados.

Como imagino que los quintales de obituarios que con toda justicia se le harán glosarán lo fundamental de su figura y de su fecundo trabajo, obvio esa tarea, y comparto con los lectores una frase del viejo profesor que llevo grabada desde que la escuché: “Los seres humanos vivimos de migajas afectivas”. No lo decía en tono peyorativo, ni como queja, y menos como boutade. Al contrario, llamaba la atención sobre el inmenso valor de los pequeños gestos de cariño —un abrazo, un guiño, una sonrisa cómplice— que nos ayudan a combatir los inevitables estados carenciales y a no desfallecer. Una hermosa lección para poner en práctica.