Me pongo cárdeno de la vergüenza al recordar la cantidad de veces que hasta el mismo jueves por la noche repetí que Gran Bretaña afrontaba las elecciones más reñidas en 70 años. Con qué convicción, oigan, lo fui diciendo en cada entrega de la portada informativa de Gabon de Onda Vasca, apuntalándolo con comentarios sobre el casi seguro panorama de desgobierno que se cernía sobre las islas y bla, bla, bla. Total, para que a las once de la noche llegara la encuesta a pie de urna de la BBC que descuajeringaba la cantinela, y en las horas sucesivas —que hay que ver lo que duran los recuentos por allá, oh my God!—, la confirmación de la mayoría absoluta del Partido Conservador de David Cameron. De lo que iba a ser, como mucho, un empate raspado a la victoria aplastante e incontestable, dejando por el camino los cadáveres políticos de sus tres principales rivales, ahí queda eso.
Tras un patinazo de tal medida, lo siguiente que uno imagina es una disculpa pública de quienes llevaban semanas vendiendo como cierto exactamente lo opuesto a lo que ocurrió. Porque no crean que la profecía fue solo cosa de plumillas sin pedigrí como el que suscribe. La habían echado a correr los analistas más sabiondos, los que beben en las mismísimas fuentes originales, los que están al cabo de la calle de cada secreto y de cada matiz. Comprobada la inmensidad de la pifia, ni siquiera se han dado por aludidos. Al revés, han aprovechado el viaje para currarse floridos teoremas sobre por qué han fallado las encuestas, mientras alumbran nuevas martingalas como que a Cameron le va a ir peor que si hubiera perdido. Qué hachas.