Sabían lo que se hacían quienes en el año 2000 mandaron redactar una lista de buenas intenciones huecas y la bautizaron como “Objetivos del milenio”. Aunque se hayan marcado plazos presuntamente cercanos para su cumplimiento, tiene toda la pinta de que en su ánimo estaba no empezar a ponerse nerviosos hasta 2999, que es cuando caducará realmente el mentado milenio. Hasta entonces, tranquilidad y buenos alimentos… en el menú de sus cumbres, claro. Tenemos diez siglos casi enteros para seguir encogiéndonos de hombros y haciendo zapping cuando la imagen de nuestros vecinos de planeta “menos favorecidos” -toma eufemismo- se nos cuele en el plasma de 42 pulgadas.
¿Demagogia? Sí, lo reconozco. Sé que acabo de retratar una realidad compleja en un burdo brochazo y que ni la mayoría de ustedes ni yo tenemos el tal plasma gigantesco. Y tambien estoy completamente seguro, porque tengo ojos en la cara, de que algunas de esas lacras retratadas en los famosos objetivos no son una plaga exclusiva de lo que un día empezamos a llamar -y así se quedó- tercer mundo. De hecho, es eso mismo lo que me ha deslizado por la pendiente demagógica, que en este caso es otra de las caras de la impotencia que provoca estar convencido de que ni el hambre ni la pobreza van a desaparecer jamás de la faz de la tierra.
Solidaridad y negocio
Admiro a quienes luchan a pie de obra por demostrar lo contrario con la misma intensidad que detesto a quienes han convertido la desgracia de medio globo en su paradójica forma de prosperar. Hoy buena parte de la solidaridad, “g” o “no g”, gubernamental o no, es un negocio que se mueve con leyes idénticas a las de cualquier otro tipo de comercio. Del mismo modo que hay empresas que suministran cachivaches fabricados en serie para ambientar un pub irlandés, existen firmas que te montan de un modo eficaz y profesional una exposición subvencionable o unas jornadas sobre hambrunas, con ponentes a chopecientos mil el bolo alojados en el Sheraton. Me encantaría estar exagerando, pero esto último ocurrió hace no mucho tiempo en el palacio Euskalduna.
Como sucede con los sindicalistas vividores y los auténticos luchadores obreros de los que hablábamos hace unos días, los solidarios de conveniencia y los de verdadera conciencia -que afortunadamente son muchos- se mueven en el mismo territorio sin mayores conflictos. Tal vez habría que añadir un noveno objetivo al catálogo que entretiene estos días a los barandas del mundo en Nueva York: señalar y denunciar a los que pastan en la miseria ajena.