Jóvenes… y jóvenes (2)

¡Ay, esas columnas que llevan adosada la prueba del nueve! Quizá sea que me hago peor tipo con los años, pero debo confesar que disfruto una migajita viendo cómo se cumplen las (nada meritorias) profecías, y las líneas juguetonas obran cual muleta a la que entran, casi en el orden y con el brío previstos, los morlacos de rigor.

Qué pena, por otra parte, que todo sea tan pronosticable, y, si vamos a las desafortunadas —insisto— palabras del presidente de Adegi sobre los jóvenes, que son las que dan origen a estas reflexiones, qué inmensa tristeza que la mayoría de las réplicas sean tan de trazo grueso como la salida de pata de banco que las ha provocado. Señal también de que cada vez vivimos más instalados en las explicaciones que exigen escaso o nulo desgaste neuronal. Y, aunque esto mismo que escribo tenga pinta de una, en las generalizaciones.

Cualquier expresión que pretenda abarcar la totalidad de un colectivo encierra una mentira. Por eso, a diferencia de Guibelalde y sus replicantes, yo no hablaba de la juventud, sino de jóvenes y jóvenes. Ahí caben miles de circunstancias y situaciones diferentes. No creo que haga falta ser un esclavista redomado si entre ellas se señala a un grupo (diría yo que creciente, aunque apuesto que no es en absoluto el más numeroso) de chavalas y chavales adocenados, cuando no aburguesados hasta el corvejón. Imposible negar que en nuestro entorno esto se ha dado en todas las generaciones desde el desarrollismo, y que parte de la culpa es de algunos de los y las que hace 20, 25 o 30 años fuimos jóvenes y, tal vez por una tara propia, los hemos educado así.

Jóvenes… y jóvenes

El presidente de la patronal de Gipuzkoa mezcla en un par de frases muy poco afortunadas el hambre, la juventud, China, India, chicas y chicos monísimos y alguna hierba más. Qué caramelo para escandalizarse marcando todas las posturillas chachiguays del catálogo de la indignación de poliespán. De acuerdo, incluso para mosquearse genuinamente, pero puesto que seguí el fenómeno como entomólogo social aficionado, les puedo asegurar que los berridos más estentóreos no los soltaron precisamente chavales de a seiscientos euros al mes con pagas prorrateadas, qué va. Se vinieron especialmente arriba individuos ya talluditos de nómina gorda asegurada por, ejem, odiosas y despreciables instituciones que hay que derrocar. Palabra que no sabía uno si llorar, reír o ciscarse en lo más barrido ante los exabruptos de tipos que llevan atornillados a pingües escaños de diversas escalas administrativas —incluso de más de una al tiempo— desde que, hace ya unas lunas, tenían la edad de los mentados por Pello Guibelalde.

Me consta lo celebradísimas que llegarían a ser estas líneas si desde la primera, la hubiera emprendido a zurriagazos con el autor de las perlas. Insisto en las formas manifiestamente mejorables y en el error (amén de la injusticia) que siempre conlleva el uso del genérico. Es de cajón que no todos los jóvenes caben en el mismo cubil. Pero si apartan la farfolla discursiva, vencen la tentación de quedar muy bien y van al fondo de las palabras, lo cual resulta incómodo y antipático, comprobarán que hay materia para darle un par de vueltas. Claro que si no lo ven así, pidan la guillotina para mi.

7.000 millones

Deprimente espectáculo, el de los medios de comunicación cuando nos echan alpiste y lo regurgitamos tal cual, sin hacer uso del cedazo crítico que algún día se nos supuso. “El habitante 7.000 millones del planeta nace en Filipinas”, recitamos casi al unísono la bandada de loritos amaestrados. Si nos hubieran dicho que fue en Nueva Delhi, Kandahar, Vladivostok, Nairobi o Matalascañas, ahí que lo hubiéramos soltado tal cual, dando por certeza irrebatible algo que cualquiera con medio gramo de cerebro sabe que no pasa de trola barata parida, vaya usted a saber con qué fines, por esos altos funcionarios que, calzando Lotus de tropecientos euros, nos aleccionan sobre la desigualdad y la pobreza.

Una vez que hemos picado como panchitos llenando páginas y minutos con el material precocinado, lo menos que podríamos hacer es reflexionar sobre lo que nos revela el timo sensiblero que nos han colado. A saber: a estos justos y benéficos organismos la realidad les importa un bledo. Peor aún, se la toman a pitorreo y la convierten en espectáculo mediático. Lo de los flashes, las cámaras y el cartel “7 Billionth baby” del hospital de Manila parece sacado de uno esos inmorales reallyties televisivos. Y luego está lo de la beca vitalicia para la criatura convertida por un dedo todopoderoso en la que encarna la cifra mágica. Donde debía haber solidaridad y justicia hay una tómbola de caridad.

Según los mismos cálculos a ojo de buen cubero en que se ha basado este teatrillo infame, además de la niña filipina, ayer nacieron otros 340.000 bebés. La inmena mayoría, en los lugares más pobres del desgraciado globo. ¿Dónde están sus becas vitalicias? No quisiera pasarme de frenada demagógica, pero tengo otra pregunta: ¿Cuántos de esos pequeños y pequeñas llegarán vivos a mañana o a pasado mañana? De eso también hay cifras: cada hora mueren mil niños y niñas por hambre. Ellos y ellas no salen en la foto.

Pobreza material y de espíritu

Clink, clink, clink. Clonk, clonk, clonk. Ustedes perdonen, me pillan agitando frenéticamente la cabeza y eso que suena debe de ser mi conciencia rebotando contra la parte interna del occipital. No se alarmen. Es sólo una gimnasia de rutina que hago cada vez que el calendario oficial se pone grandilocuente. ¿Saben? Hoy no es sólo hoy, un domingo de otoño más con marianito a mediodía, fútbol por la tarde y depresión pre-inicio de semana por la noche. Como probablemente hayan leído en otras páginas de este mismo periódico, estamos en el Día Internacional Para la Erradicación de la Pobreza. Así, con todas esas mayúsculas bien marcadas para que el enunciado resulte más contundente. La mercadotecnia ha avanzado mucho desde que postulábamos con aquellas huchas con forma de negrito.

Creo, de hecho, que ese ha sido el progreso más sustancial, y sé que mi vecino Pérez puede venir a desmentirme armado con unas tablas que aseguran que nunca ha habido en el planeta tanta gente con los mínimos diarios de alimentación cubiertos. Triste consuelo. Siguen siendo centenares de millones de personas las que no llegan ahí y no se me acuse de demagogo si constato que desde que empezaron a leer este lamento hasta que han llegado a esta línea han muerto quince o veinte de esos desheredados de todo. Tal vez se consiga que sean unos cuantos menos, pero siempre dejaremos que haya los suficientes para marcar el contraste entre desarrollo y subdesarrollo, primer y tercer mundo, norte y sur.

Los malos oficiales

En el discurso al uso ahora vendría un dedo apuntando al voraz e inhumano capitalismo, impune causante e incansable ensanchador de todas las desigualdades. Y sí, son lo peor de lo peor esos emporios que arramplan con el coltán africano para nuestros móviles de última generación o aquellos otros que deforestan la Amazonía para que pasten las vacas que acabarán convertidas en esas hamburguesas con tan mala fama y tan grandes ventas. Esquilman los recursos naturales, provocan sangrientas guerras y desplazamientos arbitrarios de las poblaciones… Pero, ¿y lo tranquilizador que resulta tener un ogro expiatorio identificado?

Sitúo esas firmas en el primer puesto de mi ranking de culpables de la pobreza, pero anoto inmediatamente después a quienes, a este lado del paraíso, se recrean en la existencia de la miseria y alfombran con ella sus galerías de la solidaridad sedicente. Es fácil reconocerlos: mordisquean una onza de chocolate de comercio justo tal que si fuera un Ferrero Rocher. Por desgracia, son legión.

¿Objetivos de qué milenio?

Sabían lo que se hacían quienes en el año 2000 mandaron redactar una lista de buenas intenciones huecas y la bautizaron como “Objetivos del milenio”. Aunque se hayan marcado plazos presuntamente cercanos para su cumplimiento, tiene toda la pinta de que en su ánimo estaba no empezar a ponerse nerviosos hasta 2999, que es cuando caducará realmente el mentado milenio. Hasta entonces, tranquilidad y buenos alimentos… en el menú de sus cumbres, claro. Tenemos diez siglos casi enteros para seguir encogiéndonos de hombros y haciendo zapping cuando la imagen de nuestros vecinos de planeta “menos favorecidos” -toma eufemismo- se nos cuele en el plasma de 42 pulgadas.

¿Demagogia? Sí, lo reconozco. Sé que acabo de retratar una realidad compleja en un burdo brochazo y que ni la mayoría de ustedes ni yo tenemos el tal plasma gigantesco. Y tambien estoy completamente seguro, porque tengo ojos en la cara, de que algunas de esas lacras retratadas en los famosos objetivos no son una plaga exclusiva de lo que un día empezamos a llamar -y así se quedó- tercer mundo. De hecho, es eso mismo lo que me ha deslizado por la pendiente demagógica, que en este caso es otra de las caras de la impotencia que provoca estar convencido de que ni el hambre ni la pobreza van a desaparecer jamás de la faz de la tierra.

Solidaridad y negocio

Admiro a quienes luchan a pie de obra por demostrar lo contrario con la misma intensidad que detesto a quienes han convertido la desgracia de medio globo en su paradójica forma de prosperar. Hoy buena parte de la solidaridad, “g” o “no g”, gubernamental o no, es un negocio que se mueve con leyes idénticas a las de cualquier otro tipo de comercio. Del mismo modo que hay empresas que suministran cachivaches fabricados en serie para ambientar un pub irlandés, existen firmas que te montan de un modo eficaz y profesional una exposición subvencionable o unas jornadas sobre hambrunas, con ponentes a chopecientos mil el bolo alojados en el Sheraton. Me encantaría estar exagerando, pero esto último ocurrió hace no mucho tiempo en el palacio Euskalduna.

Como sucede con los sindicalistas vividores y los auténticos luchadores obreros de los que hablábamos hace unos días, los solidarios de conveniencia y los de verdadera conciencia -que afortunadamente son muchos- se mueven en el mismo territorio sin mayores conflictos. Tal vez habría que añadir un noveno objetivo al catálogo que entretiene estos días a los barandas del mundo en Nueva York: señalar y denunciar a los que pastan en la miseria ajena.