Fichad, fichad, malditos

Tiene bemoles lo de la ministra de Trabajo en funciones. “Nadie se ha tomado en serio el registro horario”, ha dicho Magdalena Valerio entre el lamento de plexiglás, la denuncia posturera y, en definitiva, el reconocimiento de la chapuza indecible que evacuó su gobierno en esa diarrea legislativa para la galería que el gurú Iván Redondo bautizó como viernes sociales. Lo divertido rondando lo encabronante es que la titular interina de la cartera del currele protagonizaba semejante rasgado de vestiduras horas antes de que su propio negociado publicase algo así como un manual de instrucciones para que las empresas se hicieran una mínima noción de cómo poner en práctica la genialidad.

Y ni aun así, oigan, porque ese presunto reglamento contempla tantas y tan variadas situaciones, que el resumen último es que vale todo y no vale nada. Vamos, que el control puede hacerse con sofisticadísimos métodos telemáticos o con una puñetera hoja de papel en la que se anotan a lápiz —da igual si son a voleo o directamente falsos— los datos de entrada y salida de lo que en tiempos de mi viejo se llamaba el productor. Las intenciones son seguramente inmejorables; el resultado, una jodienda añadida a la ya achuchada tarea de ganarse el pan. Claro que no cabe esperar nada de un sistema en el que quienes legislan sobre cuestiones laborales, quienes ejecutan esa legislación y quienes deciden sobre su cumplimiento no tienen ni pajolera idea sobre la naturaleza real del trabajo. ¿Cómo narices les explico yo a los propietarios de esas limitadas mentes funcionariales cuadriculadas que mi curro es de 24 horas al día, hotel y domicilio?

Jóvenes… y jóvenes (2)

¡Ay, esas columnas que llevan adosada la prueba del nueve! Quizá sea que me hago peor tipo con los años, pero debo confesar que disfruto una migajita viendo cómo se cumplen las (nada meritorias) profecías, y las líneas juguetonas obran cual muleta a la que entran, casi en el orden y con el brío previstos, los morlacos de rigor.

Qué pena, por otra parte, que todo sea tan pronosticable, y, si vamos a las desafortunadas —insisto— palabras del presidente de Adegi sobre los jóvenes, que son las que dan origen a estas reflexiones, qué inmensa tristeza que la mayoría de las réplicas sean tan de trazo grueso como la salida de pata de banco que las ha provocado. Señal también de que cada vez vivimos más instalados en las explicaciones que exigen escaso o nulo desgaste neuronal. Y, aunque esto mismo que escribo tenga pinta de una, en las generalizaciones.

Cualquier expresión que pretenda abarcar la totalidad de un colectivo encierra una mentira. Por eso, a diferencia de Guibelalde y sus replicantes, yo no hablaba de la juventud, sino de jóvenes y jóvenes. Ahí caben miles de circunstancias y situaciones diferentes. No creo que haga falta ser un esclavista redomado si entre ellas se señala a un grupo (diría yo que creciente, aunque apuesto que no es en absoluto el más numeroso) de chavalas y chavales adocenados, cuando no aburguesados hasta el corvejón. Imposible negar que en nuestro entorno esto se ha dado en todas las generaciones desde el desarrollismo, y que parte de la culpa es de algunos de los y las que hace 20, 25 o 30 años fuimos jóvenes y, tal vez por una tara propia, los hemos educado así.

Elogio del esfuerzo

Pues sí, como quedó claro en la columna de ayer, defiendo el esfuerzo. A mucha honra y, a pesar de una genética que me empuja más a la pereza que al curre, con el aval de haber predicado con el ejemplo. Ni sé las veces que me ha pillado el alba en el torno dale que dale. Para bien poca cosa, en bastantes casos, y no diré que no me he quejado, porque lo he llegado a hacer amargamente, pero sí que a la larga he firmado las paces con la frustración de haberme dejado las pestañas en balde. Probablemente, algunas de las cosas que hago medio regular son el fruto tardío de aquellas centenares de horas que creí haberle robado a mi vida.

Desconozco por qué pensar y actuar así me sitúa en varios censos nada gratos. De entrada, en el de los gilipollas que van más allá del cumplimiento del expediente cuando hay tantos atajos que se pueden tomar. También en el de los pinchaglobos y cenizos que andan señalando que no todo el monte es orégano y recordando que raramente el maná cae del cielo. Y últimamente, en el de los retrógados y fachuzos desorejados, que es con quienes se asocia en exclusiva la bandera del esfuerzo. Porque la han confiscado para utilizarla en su versión interesada —como hicieron al birlarnos y corromper la bella palabra austeridad—, pero también porque nadie al otro lado de la línea imaginaria ha movido un dedo para impedir que se la llevaran.

¿Quién iba a hacerlo si hoy el progresismo —lean progrerío— oficial nos pastorea por un mundo en el que basta estirar la mano para tomar lo que nos plazca porque nos corresponde simplemente por haber nacido? Ojalá hablara de derechos básicos, que ahí me apunto también yo, y que, paradójicamente, es la lucha que ha quedado en cuarto plano por más pancartas que veamos en las calles de un tiempo a esta parte. Pero no, me refiero a cuestiones más mundanas, de esas que hasta hace poco había que ganárselas a costa, siquiera, de unas gotas de sudor.

Otra murga del currelante

Ha sido una suerte que fuera un fulano con el nulo crédito de Díaz Ferrán quien reactualizara el viejo gag de “Menos samba e mais trabalhar” que popularizó en su mocedad Emilio Aragón. La proclama proestajanovista del empresario que convierte en pufo todo lo que toca se ha quedado, como cualquier cosa que diga el todavía patrón de patrones, entre parodia y parida. Si ha creado alguna división de opiniones ha sido, como le ocurrió a Lagartijo, entre los que se han acordado de su padre y los que le han mentado a la madre. Hasta José Blanco, maestro de recortadores de derechos sociales y notable reformador laboral, se ha permitido darle un par de collejas dialécticas al cenizo capataz de la CEOE.

Los que no creo que se rían tanto son los miles de productores -así llamaba mi abuela a los de buzo con lamparones de grasa o cemento- que llevan años haciendo realidad el sueño expresado en voz alta por el locuaz Díaz Ferrán. Un buen día les quitaron los donuts y la cartera y se encontraron con la nómina en los huesos y su vida convertida en la eterna subida y bajada de Sísifo a la misma montaña. Precariedad se llama el invento y se seguirá llamando igual por los siglos de los siglos porque jamás desaparecerá. ¿Por la impiedad de los malvados explotadores? Tal vez, pero no solamente por eso. La insolidaridad, el morro, el discurso infantil y simplón de muchísimos trabajadores y sus presuntos representantes tendrán mucho que ver en la perpetuación de la injusticia.

Otras sanguijuelas

Comprendo que no esperasen este giro liberaloide a mitad de columna, cuando parecía que iba a empezar a reclamar el poder para los soviets y la socialización de los medios de producción. Pero no le encuentro emoción a hacerme trampas en el solitario. En mi peculiar y seguramente no compartida escala de valores, el arquetípico jefe de personal cabroncete está a la misma altura -o sea, bajura- que el currela que no pega sello, bate el récord mundial de bajas por la jeró y/o tiene una capacidad igual a cero para el desempeño de su labor. Y no debe de ser casualidad que sea entre éstos de donde las empresas reclutan esos arquetípicos jefes de personal que decía.

Será siempre un misterio para mi por qué cuando sacamos el dedo de señalar sanguijuelas inevitablemente apuntamos hacia arriba y pasamos por alto a las que llevamos adosadas a la chepa. Luego son esos anélidos succionadores los que, como en el libro ese para yuppies, se llevan los quesos del personal y, de propina, profundizan su precariedad. Pero se van de rositas.