He visto más ambiente en muchos partidos de solteros contra casados que en el Córcega-Euskal Selekzioa del otro día. Eso, por no mencionar las circunstancias de semiclandestinidad que rodearon la celebración del encuentro. Salvando a los muy pero que muy futboleros y a los militantes acérrimos de la causa, prácticamente nadie se había enterado. Y aun peor: es que la cosa les importaba entre nada y absolutamente nada.
Quizá es que me pierdo algo y estas líneas terminan en desbarre, pero uno diría que el objetivo de estas citas es, más allá de lo deportivo, hacer ruido. ¿No se supone que detrás de todo está la reivindicación de la oficialidad de las selecciones deportivas? Pues parece que flaco favor se le hace a tal aspiración montando una pachanga al humo de las velas de la temporada y con los jugadores llegando por los pelos al estadio donde se disputa. Esta vez aquellos recalcitrantes de vena hinchada que soflamaban sobre akelarres nacionalistas en las gradas ni se han tomado la molestia de soltar los sapos y culebras de rigor. Total, ¿para qué?
Hace meses me sorprendió la disolución de ESAIT, la plataforma que sostenía esta bandera, bajo el argumento de que se había conseguido que la oficialidad fuera una demanda mayoritariamente asumida. Mi interpretación de tal enunciado no es muy alegre. Creo que, una vez más, lo que hemos asumido es que en los principales deportes —porque lo de la sokatira, bien, pero todos sabemos que no es eso—, Euskal Selekzioa (lo del nombre es otra) jamás llegará a competir oficialmente. Aun así, a ratos nos engañaremos pensando lo contrario, y lo pasaremos de vicio.