Lo que va de Maixabel a Parot

Una de esas coincidencias con un toque revelador. El mismo día en que se estrenaba Maixabel en el Zinemaldia, Arrasate se convertía en epicentro de intolerancias y aprovechamientos ventajistas. Iba a escribir “de diverso signo”, pero al final, el signo es prácticamente el mismo, uno que necesita perentoriamente a su contraparte, de la que se retroalimenta en bucle. Cuántas veces habré anotado aquí que los extremos se magrean impúdicamente. Qué pena, en todo caso, comprobar que la lección que nos enseña la película basada en las tremendas vivencias de quien es mucho más que la viuda de una víctima ETA siga sin entrar en tantas molleras.

El balance de la jornada fue el previsto. Abascal y los suyos obtuvieron aquello a por lo que habían venido, unos gramos de notoriedad. Más valiosa, claro, si se acompañaba de unas gotas de sangre, siempre tan fotogénica en las portadas. Con menos épica, también le cayeron al PP unas migajas de esa atención que no rasca en las urnas. Y de los otros, qué les voy a decir que no sepamos a estas alturas. Porque ese es justo el problemón: que sabemos, pero que muchos se hacen los idiotas y otros pretenden tomarnos por tales a los demás. Da igual bajo qué fórmula, la de la primera convocatoria o la de la segunda, era un clamor atronador el objeto de la vaina. Ahí está cierto juglar que atribuyó la condición de gudari al tipo cuya prisión ilegalmente prolongada —yo eso no lo voy a negar— había sido la coartada para el acto en cuestión. ¿Para denunciar la injusta política penitenciaria es necesario tomar como bandera al asesino de 39 personas? Es una pregunta retórica.

¿El fin del taxi?

Escucho que la huelga de taxistas ha sido un gran éxito. No lo pongo en duda. Desde luego, si el tal éxito se mide en seguimiento, capacidad para hacerse sentir y repercusión mediática, la afirmación resulta incontestable. Me temo, sin embargo, que si nos referimos a la posibilidad real de cambiar los hechos que han provocado la movilización, la apreciación no puede ser tan optimista. ¿Que ya está otra vez el cenizo que dice que las huelgas no sirven para nada? Les aseguro que no voy por ahí. Por supuesto que pueden servir, y hay un millón de pruebas de ello, bien es cierto que casi siempre en sectores muy determinados.

Lo que digo es que esta concreta de la que hablamos lo tiene verdaderamente difícil, puesto que enfrente no hay ningún interlocutor con la facultad de atender las reivindicaciones que se plantean. Porque esto no va de reducir licencias —algo que ya de por sí sería complicado de acometer para una administración que no prevaricase—, sino de un cambio social, quizá hasta histórico, imparable. Simplemente, el modelo de transporte de viajeros donde a los clientes les toca poco más que pagar y callar está agotado. De hecho, lo difícil de entender es que haya durado tanto.

Siendo humanamente comprensible la protesta de quienes salen perdiendo, no hay que esforzarse demasiado para hacerse una idea de por qué las diferentes alternativas al taxi tradicional han triunfado prácticamente según se han instalado. El precio es una parte, pero lo es en mayor medida la calidad del servicio. Cabe reclamar, por supuesto, igualdad de condiciones a la hora de competir. A partir de ahí, que gane el mejor.

Pachanga en Ajaccio

He visto más ambiente en muchos partidos de solteros contra casados que en el Córcega-Euskal Selekzioa del otro día. Eso, por no mencionar las circunstancias de semiclandestinidad que rodearon la celebración del encuentro. Salvando a los muy pero que muy futboleros y a los militantes acérrimos de la causa, prácticamente nadie se había enterado. Y aun peor: es que la cosa les importaba entre nada y absolutamente nada.

Quizá es que me pierdo algo y estas líneas terminan en desbarre, pero uno diría que el objetivo de estas citas es, más allá de lo deportivo, hacer ruido. ¿No se supone que detrás de todo está la reivindicación de la oficialidad de las selecciones deportivas? Pues parece que flaco favor se le hace a tal aspiración montando una pachanga al humo de las velas de la temporada y con los jugadores llegando por los pelos al estadio donde se disputa. Esta vez aquellos recalcitrantes de vena hinchada que soflamaban sobre akelarres nacionalistas en las gradas ni se han tomado la molestia de soltar los sapos y culebras de rigor. Total, ¿para qué?

Hace meses me sorprendió la disolución de ESAIT, la plataforma que sostenía esta bandera, bajo el argumento de que se había conseguido que la oficialidad fuera una demanda mayoritariamente asumida. Mi interpretación de tal enunciado no es muy alegre. Creo que, una vez más, lo que hemos asumido es que en los principales deportes —porque lo de la sokatira, bien, pero todos sabemos que no es eso—, Euskal Selekzioa (lo del nombre es otra) jamás llegará a competir oficialmente. Aun así, a ratos nos engañaremos pensando lo contrario, y lo pasaremos de vicio.

Destruir lo público

Una nueva heroicidad al coleto. Tentativa de incendio del vicerrectorado de la Universidad del País Vasco en Gasteiz. De madrugada y mediante el lanzamiento de neumáticos ardiendo, caray con los guerrilleros urbanos. Con los gamberros de tres al cuarto, quiero decir, porque no pasan de ahí. Ni estos ni —si no son los mismos, que está por ver— la panda de niñatos malcriados que en lo que va de curso llevan acreditados un buen puñado de ataques gratuitos a dependencias educativas públicas. Supuestamente, en nombre de la educación y de lo público, hay que joderse mucho con los camisitas pardas de nuevo cuño.

¿Solo con ellos? No, miren, también con quienes en el presente punto de estas líneas están arrugando el morro. Es ahí, en realidad, donde está el problema. Hay un número de individuos —quisiera pensar que no muy amplio, aunque no lo tengo claro— que ven sin asomo de duda como muy digna de aplauso la actitud devastadora de los chiquilicuatres. Un escalón más abajo están, y estos sí son realmente abundantes, los reyes de la adversativa. Empiezan diciendo a media voz que la conducta de los cachorros quizá no sea la más idónea para, inmediatamente después, ametrallarnos con peros no ya exculpatorios, sino justificadores sin matices. Lo más habitual es culpar a la presencia policial, incluso cuando los destrozos han sido previos a la llegada de los uniformados. Y como argumento definitivo, la comparación por elevación o reducción al absurdo. La difusa violencia del sistema siempre es peor, y su sola existencia sirve como disculpa o coartada para no dejar, en este caso, un pupitre en pie. Así nos va.